Pretendí huir del tema machacante, abrumador y cansino de la pandemia. Quise hablar de cosas lindas (del invierno, que en estos días nos acaricia, por ejemplo); busqué chistes y acudí a amigos humoristas; me sumergí en los mejores libros que hallé; volví a ver películas y series cómicas, pero todo fue en vano. La Covid, el virus, sus infinitas mutaciones, las vacunas, los refuerzos, las medidas sanitarias que cambian al compás de las emergencias, las cifras de contagios, todo —absolutamente todo— se relaciona con esta actualidad, la cual es imposible evadir.

“De cierta manera damos gracias a los dioses de la misericordia por permitirnos seguir de este lado de la luna”.

De tanto evitar el tema —o al menos, intentar mantener cierto margen—, la enfermedad me llegó, como ha sucedido con más de la mitad de la humanidad. Durante mucho tiempo sentí compasión hacia los demás. Luego, se sumó la angustia: temí por las amistades contagiadas; sentí muchísima pena por los muertos, fueran conocidos o no, e incluso experimenté la tos, la fiebre y la adinamia de la Covid.

Al cabo, la cotidianidad ganó la batalla, como suele ocurrir. La pregunta más recurrente de estos días es “¿ya te enteraste?”, para dar paso luego a los nombres de los contaminados de última hora. Hemos llegado al pavoroso momento de incorporar la enfermedad a nuestra rutina, al punto de que los sanos ya son franca minoría. Falta muy poco para que las noticias sean: ¿Sabes que Fulano no está enfermo? ¿Ya te enteraste de que Mengana no ha estornudado ni una sola vez?

Otra peculiaridad de estos días pandémicos es que dejamos de buscar la fuente contaminante. Si al principio, y durante muchos meses, era posible identificar cuándo, dónde y gracias a quién nos enfermábamos, hoy la exactitud se difumina hasta dejar de ser importante, por imposible. En las colas, en las reuniones, mientras esperamos el papel de un trámite, en la bodega, en el parque, en cada esquina, en fin, en el espacio, la gente tose, estornuda o realiza ambas acciones a la vez, con lo cual el virus está de plácemes, disfrutando a lo grande.

Por otra parte, comienzan a llegar los estudios de ciertos científicos que ocupan las redes y hacen públicas sus consideraciones acerca de la nueva variante del virus, nombrada Ómicron. Como dichos estudios van siempre detrás de la realidad, de lo que ya está sucediendo —o mejor dicho, de lo que padecemos—, aquel susto de antes, de aquella época en que estábamos libres del virus y leíamos pasmados las noticias, ya no existe. Incluso dan deseos de desmentir a esos estudiosos, con la autoridad que confiere transitar la enfermedad, y decirles: ¿Quién dijo que el ardor en la garganta dura cuatro días? ¿De dónde salió la certeza de que la fiebre es vespertina y escasamente durante tres noches? ¿No te has enterado de que el cansancio puede durar hasta 21 días? ¿No sabes que esta variante demora mucho más en negativizar el PCR?  

“No perder la imprescindible fe parece buen consejo para días como estos”.

A ratos contemplamos fotos del año 2019 o un poco antes, y nos parecen de un siglo atrás; de cuando era posible mantener el rostro descubierto, acudir sin miedo a fiestas, al cine, al teatro, a la playa, o simplemente caminar por el barrio sin más propósito que disfrutar de la vereda tropical. Hablando en plata, más que un par de años —casi tres—, más bien nos ha pasado un tsunami de tiempo por encima, una lava de problemas, varias toneladas de tristeza… Sin embargo, de cierta manera damos gracias a los dioses de la misericordia por permitirnos seguir de este lado de la luna. “Vivir es cosa linda”, dijo el poeta, como quien pretende sorprendernos con la pregunta: ¿Ya te enteraste? Claro está, le hago caso. Y por eso, agradezco. No perder la imprescindible fe parece buen consejo para días como estos, pandémicos, brumosos.  

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