Cuando llega, diciembre parece un mes muy largo. Empieza con el regalo al personal de la salud, para lo cual debemos recordar a los médicos, enfermeras, técnicos y laboratoristas que nos ayudaron a lo largo del año. A continuación, llega el día de San Lázaro, que exige un vestuario de color morado, imposible de soslayar. Le sigue el día del educador, con los correspondientes presentes a todo el personal que contribuye a que podamos estar tranquilamente trabajando en nuestros puestos mientras profesoras, auxiliares pedagógicas y seños soportan a nuestros hijos y nietos. Casi de inmediato, hace su entrada el 24, y hay que felicitarse, hay que reunirse y hay que cenar en familia, por muy laicos o incluso ateos que hayamos sido toda la vida. Como colofón, se acaba el año el día 31, con el jolgorio que ello implica, desde tiempos inmemoriales.

“Aunque parezca un mes largo, diciembre resulta corto para tantas emociones juntas, revueltas, enmarañadas”.

En el interregno, se intenta cerrar ciclos, entendiéndose como tal el empeño en no dejar nada inconcluso. De repente, las instituciones que debían honorarios, se apresuran en pagarlos. Las charlas pendientes, se llevan a cabo. Los eventos pospuestos son efectuados, las graduaciones de diversos estudios al fin ocurren, y en general, conversaciones, saldos de cuentas, contactos personales e incluso ferias dilatadas en el tiempo, ven la luz en el último mes del año. Todo apresurado, como si no nos alcanzara la vida, como si no llegara otro mes, otro día cualquiera.

Debido a la actual y generalizada inflación, no hay dinero que alcance en estas fechas. Se llega al final con cuatro centavos, y con la esperanza de que el próximo enero traerá un poco de calma a nuestros esmirriados bolsillos. El Banco se atiborra de clientes, no para depositar sino para extraer. Los cajeros automáticos reciben avalanchas de personas, y el lema parece ser “extraer, extraer, extraer”.

“En diciembre, nadie parece culpable de nada, como si un manto de perdón nos cubriera, y el cierre de ciclos fuera lo imprescindible”.

Es un mes de prisas. De gastos, de alegrías y de tristezas. Un cambalache de emociones, y de cierres. De fiestas y de nostalgias, de despedidas y de visitas. Casi imposible de soportar, porque sabemos que pronto las fechas cambiarán aunque no hayan almanaques que sustituyan al viejo que casi expira, ni ropa precisa que ponernos porque lo mismo habrá calor de agosto que frío de febrero, y porque no existe posibilidad de hacer dieta en el mes de diciembre. Total, si ya el año se acaba, decimos, mientras masticamos un turrón que nos regalaron. Hay quienes gustan de hacer balance de lo logrado y de lo perdido durante los once meses previos, y son esa gente que recibe enero con el ceño fruncido porque nunca se cumple lo soñado, ni se valora lo alcanzado, pero también hay quienes hacen caso omiso de metas, propósitos, logros y pendientes, para simplemente disfrutar de las fiestas, sobre todo de las ajenas. Porque alistarse para jolgorios en la propia casa es tarea ardua, más que nada por la incertidumbre de un poder que poco tiene de adquisitivo. Los arbolitos de navidad, luego de muchos meses de encierro, vuelven a aparecer, y florecen en las casas después de ser sacudidos de ácaros y de polvo. Lucecitas multicolores alternan no solo en encenderse y en apagarse sino en funcionar o no (siempre hay algunas rotas), y así se adornan los hogares, con independencia del credo de cada familia.

“Seguir creyendo que entre todos podemos lograrlo, es, hablando en plata, la mejor forma de recibir el 2024”.

En diciembre, nadie parece culpable de nada, como si un manto de perdón nos cubriera, y el cierre de ciclos fuera lo imprescindible. Los reproches, los regaños, todo queda para un después que casi nunca llega, porque al terminar el año, se suspende toda posibilidad de recriminaciones. “Ya se verá”, pensamos, y a otra cosa, mariposa. Es tiempo de felicitarnos, aunque no sepamos la razón con exactitud, y de desearnos prosperidad, porque la tradición marca las pautas de la conducta decembrina, echando a un lado la tristeza que de todas formas nos envuelve. No solo sentimos pesar porque recordamos a quienes ya no viven, sino también por los jóvenes que nos abandonaron, por los amigos que están fuera, y a quienes no veremos en un tiempo imposible de calcular. Aunque parezca un mes largo, diciembre resulta corto para tantas emociones juntas, revueltas, enmarañadas.

No queda de otra que sucumbir a la costumbre, y lo hago con absoluta esperanza, buenaventura y humildad. Que el año próximo sea mejor para todos, y en todo sentido, es mi deseo de cronista de estos tiempos difíciles que vivimos, y que pueden y deben ser mejores. Seguir creyendo que entre todos podemos lograrlo, es, hablando en plata, la mejor forma de recibir el 2024. Apartemos los nubarrones, y recibamos al sol. Bendiciones, pues.

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