América no era tierra de rosas. El hombre originario no se preguntó —como hizo Walter De la Mare— “a qué siglos salvajes se remonta la rosa”. Suyos fueron otros árboles y otras flores. Otras fragancias y formas. Tan enigmáticas y sugerentes como aquellas que portaban, desde tiempos inmemoriales, el arquetipo y la fascinación en otras tierras. Tuvo que esperar el paisaje americano hasta mediados del siglo XVI, después de varios intentos, primero con plantones y finalmente con semillas, para ver florecer la primera rosa. La rosa iniciática. Esa que germinó, en variedades y matices insospechados, propagándose en un nuevo clima, en las diferentes regiones de una geografía adoptiva que hizo rápidamente suya, similar a como se extendieron las flores en esa metáfora de los primeros tiempos que es el Paraíso; pues “la aparición del hombre —escribió el poeta Gastón Baquero— fue precedida por la irrupción de las flores. En el principio fue la rosa”.
“Aníbal de la Torre ha llegado aquí luego de un sugerente periplo de dos décadas poblado de sacrificios, entrega, dedicación y oficio; así lo muestra su pintura. Ahora las flores crecen en su pecho abierto”.
Aníbal De la Torre Cruz ha pintado rosas y camelias, crisantemos y claveles… En su caso, en el principio no fueron las flores, pero sí experimentó su irrupción y las recibió como un llamado, como una dádiva. Las flores de Aníbal son una evolución, un resultado, una consecuencia… Y sobre todo, una coherencia. En un primer momento —recordemos que el artista celebra sus 20 años de carrera— Aníbal partió de varios elementos arquitectónicos de su ciudad, Holguín; luego el rostro humano ocupó el lienzo, como puerta a la interrogación y puente entre quien nos observa desde la obra y quienes, desde este lado del umbral, intentamos comprenderl(n)os. Después enrumbó su mirada hacia la abstracción, desprendiéndose de lo “circunstancial circundante” para internarse en lo “circunstancial metafísico”, en la esencia de ciertas formas y conceptos que han hecho de su obra un tránsito consciente y coherente que permite que, en la naturalidad lógica de su evolución, gane autonomía y refuerce las búsquedas que lo identifican en sus diálogos entre la religión yoruba y el arte, la vida y los caminos de la fe.
Ahora la obra de Aníbal se abre a una cartografía vegetal de rasgos expresionistas, riquísima y florida, en la que la espátula, con trazos rápidos y seguros, bosqueja formas en el óleo, elabora texturas, creciendo en los caminos a los que la propia vida (y las circunstancias) ha conducido su creación. Él ha hecho suyas las formas de la flor. De sus flores. Pero, cuidado: no son flores cualquieras. Como apunté, las de Aníbal De la Torre son sinónimos de su coherencia artística. Están agrupadas en círculos, como en ramos ofrecidos y dispuestos a una mirada cenital. O exhibidas en vasijas que realzan, domésticamente, su belleza, como flores trocadas, desde el artificio, por la mano humana.
No son flores que crecen en el prado o acaso lo hicieron antes de esta composición artificial que las muestra, en diferentes formatos, en conjunto o como elemento único. Sus flores son espacios habitados por la memoria. Tienen una carga mnemónica, pues poseen un pasado y nos ofrecen un presente. Como si la floración fuese el resumen (y el resultado) de sus búsquedas y su evolución, sin apartarse de su línea discursiva; al contrario, Aníbal nos entrega unas flores marcadas por el paso del tiempo: descoloridas, mustias, grisáceas, pero no del todo marchitas, en las que habita —como en un regalo que se ofrece al prójimo— la esperanza y la vida. Es como si la realidad fuera cada día más abstracta, más incierta e indefinible (sin que signifique más pesimista). A pesar de esto, en su taller el pintor crea y entrega flores, esquirlas de belleza como jirones de vida.
Sus piezas —como observó Annia Leyva— “relatan las vicisitudes en la búsqueda de la eudaimonía, concepto arraigado en la antigua filosofía griega que se traduce como vivir bien o prosperar”. Así Aníbal ha trazado un recorrido, donde la autorreflexión, para desarrollar valores y virtudes que se cristalizan en el alcance de una meta. Esta muestra de Aníbal es sincera y coherente consigo, con su trabajo y con su tiempo bajo el sol. Él ha ido consolidando su mirada —fraguándola, mirándose a sí y encontrándose en las posibilidades de esta mixtura— luego de las indagaciones que han reforzado su estilo: la simbiosis fe/arte, principalmente en la cosmovisión yoruba; los colores y tonalidades, que en esta muestra se vuelven más básicos, más terrosos, a partir de blancos, negros, grises, ocres, sienas, rosas, verdes; la contraposición clave de concepto y color; les dan cuerpo y voz a la proyección sobre la que sostiene su mirada, a los estados (físicos, mentales y artísticos) en los que la eudaimonía florece. Aníbal de la Torre ha llegado aquí luego de un sugerente periplo de dos décadas poblado de sacrificios, entrega, dedicación y oficio; así lo muestra su pintura. Ahora las flores crecen en su pecho abierto.
*Palabras del catálogo de la exposición En busca de la eudaimonía, de Aníbal De la Torre Cruz, inaugurada el 16 de agosto en el Palacio Lombillo, extensión del Museo de Arte Colonial, La Habana.