Las celebraciones navideñas plantean un problema fundamental dentro del marco sociopolítico cubano: entender crítica y objetivamente el proceso de manipulación simbólica a partir de sus representaciones ideológicas. Esta es la base epistemológica que Antonio Gramsci colocara como objetivo primordial para la formación de los intelectuales y, con ello, la integración orgánica de la intelectualidad al pensamiento popular y el desarrollo emancipado de la sociedad. No es, por supuesto, el “único problema”, pero sí el eje alrededor del cual oscilan los demás conflictos.

Para Gramsci, la creación de la cultura debe trascender el aporte de descubrimientos originales, propios y específicos de determinado pensador, o filósofo, y enfocarse en “difundir críticamente la verdad descubierta”. El acto de socialización de estos descubrimientos debe convertirse, por tanto, en “fundamento de acción vital, en elemento de coordinación y de condición intelectual y moral” [1].  Con tal perspectiva, que une la condición moral al intelecto humano, Gramsci no proponía un catálogo de comportamiento orgánico, de estamentos rígidos de exposición interpretativa —algo que sí asumieron algunos marxistas de ortodoxa tendencia y, por extensión a beneficio de su propia sartén, furibundos antimarxistas que negaron la validez de sus observaciones filosóficas—, sino una estrategia de acción que permitiera desarticular las bases fetichistas del capitalismo en su estrategia de dominación simbólica de la conciencia popular. Ante los infinitos ejemplos de manipulación de la conciencia social por parte de la institucionalidad hegemónica, Gramsci llamó a socializar el pensamiento crítico para contrarrestar esa separación entre el pensar y la conducta personal. De ahí que asegurara:

El que una masa de hombres sea inducida a pensar sobre el presente real con cohesión y dentro de una cierta unidad, es un hecho “filosófico” más importante y “original» que la revelación de una nueva verdad por el “genio” filosófico, revelación que quede como patrimonio de pequeños grupos de Intelectuales [2].

Suponer que la filosofía es algo sumamente difícil, un producto exclusivo de “determinada categoría especializada de letrados o de caracterizados filósofos profesionales” no era más que un prejuicio para Gramsci y debía ser superado. Cada persona, por tanto, representa en sí misma un modo de filosofía “peculiar”, asumida y expresada en el comportamiento. Así, esta filosofía de todo el mundo, se halla contenida en tres aspectos:

1º. El lenguaje como conjunto de conocimientos y conceptos;

2º. El sentido común y el buen sentido;

3º. La religión popular y todo el sistema de creencias, supersticiones, opiniones, modos de ver y de obrar de los que el “folklore” es tan fascinante [3].

Esa fascinación por las manifestaciones del folclor se halla en las bases epistemológicas del pensamiento emancipador que nos propone Gramsci, ya que su desarrollo auténtico, desde el saber colectivo, o “de todo el mundo”, contrarresta las manipulaciones institucionales hegemónicas y da paso a la expresión popular genuina, constituida también por esa fe, esas creencias religiosas y modos de obrar de la persona. El largo periplo de dominación imperial romana sobre la expresión simbólica de la religiosidad, trajo un conjunto de relaciones institucionales que suplantaba al paganismo con un sistema de rituales que no dudó en apropiarse de la eficacia de esas mismas representaciones. Metonímicamente, la institución hegemónica suplanta a la necesidad comunicativa popular y la convierte en algo, la rectifica y la vacía, por ende, de sentido. Con las celebraciones navideñas —como con varias otras manifestaciones—, en el posterior crecimiento del capitalismo se producirá una sustitución de la ideología propiciada por la institución religiosa por la ideología mercantil, garante de los mecanismos comerciales del capitalismo.

“La espectacularidad ha tomado el poder de la semiótica y ha reacondicionado las bases del sentido”.

En su iluminado ensayo “La sociedad del espectáculo”, Guy Debord señala que estamos siendo simbólicamente dominados por el “principio del fetichismo de la mercancía”. Según su perspectiva, “cosas suprasensibles aunque sensibles” se transforman en una especie de espectáculo absoluto, “donde el mundo sensible se encuentra reemplazado por una selección de imágenes que existe por encima de él y que al mismo tiempo se ha hecho reconocer como lo sensible por excelencia” [4].  El mundo de la mercancía, añade en el acápite siguiente, domina “todo cuanto es vivido”. Al hacerse total ese ejercicio de reificación sustitutiva, “el mundo de la mercancía se muestra tal como es, puesto que su movimiento equivale al distanciamiento de los hombres entre sí y respecto de su producto global” [5].  La sociedad pierde así su esencia y se convierte en espectáculo, ya sea en sus entidades de asistencia, ya en la conducta que asume el individuo, en parte inconsciente y a la vez colaborador espontáneo de su propio dominio a costa de la espectacularidad.

No es, por tanto, ideológicamente inocente, o “neutral”, el espectáculo que va a ser suplantado por la mercancía. No se trata, quiero aclararlo, de que sumarse a una celebración navideña se convierta, de facto, en una especie de guerra subversiva, o en un abanderamiento ideológico del capitalismo. La participación ciudadana va más configurada por los estamentos que Gramsci señaló mucho antes de que la sociedad global se convirtiera en rehén de ese mercantilismo sustituto, que, por asuntos desiderativos, incluidos aquellos religiosos cuyo origen —también ideológico— se ha ido deslavando. A estas alturas del siglo XXI, cuando la espectacularidad de los intelectuales ha privilegiado el gesto llamativo por encima del pensamiento crítico, cediendo a las presiones mercantiles de la institucionalidad, parece mucho más lógico aceptar cualquier iniciativa de representación simbólica como una manifestación inocua, sin trasfondo ideológico o sin pretensiones políticas. La espectacularidad ha tomado el poder de la semiótica y ha reacondicionado las bases del sentido, lo que había sido advertido por el propio Debord:

El espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social. La relación con la mercancía no sólo es visible, sino que es lo único visible: el mundo que se ve es su mundo. La producción económica moderna extiende su dictadura extensiva e intensivamente. Su reinado ya está presente a través de algunas mercancías-vedettes en los lugares menos industrializados, en tanto que dominación imperialista de las zonas que encabezan el desarrollo de la productividad” [6].

Tanto si se tira la casa por la ventana —preocupación legítima de muchos—, como si se asumen solo elementos esenciales de sus figuraciones festivas, en espontánea e imitativa conducta de la espectacularidad, el trasfondo ideológico de la celebración construye su arsenal semiótico y socava las bases que el pensamiento crítico reclama, sea este ateo, laico, o creyente. Hay una línea delgada entre el disfrute personal de la fiesta popular masiva y la expresión semiótica social que esta produce y reproduce. Cuando la mercancía se fetichiza al extremo de totalizarse, la sociedad es un dócil instrumento de un sistema social que la somete.

Como lo señalara programáticamente Armand Mattelart en La Cultura como empresa multinacional:

Indagar en las bases materiales de la cultura para diluir la falsa dicotomía superestructura/infraestructura tiene un objetivo de carácter político: identificar mejor al enemigo de clase para combatirlo en forma más eficaz. Enfocar la cultura del imperialismo como un modo integral de producir la vida, la respiración de su práctica de dominación económica y política en la paz y en la guerra [7].

De ahí que llamara a definir la cultura de masas en concordancia estrecha con su circunstancia histórica e insistiera en que el acto de “volver inocente la cotidianeidad de la guerra”, se tramita a través de referencias a la cultura de masas. Así, acotaríamos, se relativiza la importancia de la dominación simbólica. Por ello instaba Mattelart a “considerar parte del concepto de cultura de masas el conjunto de los signos reveladores de modelos de aspiraciones y de relaciones sociales humanas”. Justamente alarmado, apuntaba además que, en la década del 60 del siglo XX, la industria electrónica estadounidense había instalado 10 386 establecimientos en el extranjero, dando un paso crucial en la carrera por la colonización económica global. Así, según él mismo, la necesidad superficial del individuo se correspondía con la superficialidad del trabajo, asunto que abordó brillantemente en Para leer al Pato Donald, escrito en colaboración con Ariel Dorfman. Demostrarían también en ese ensayo cómo el universo cultural masivo representa el oficio en tanto consumo, antes que producción, según debiera ser, si a la emancipación a través del trabajo seguimos aspirando.

“Cuando la mercancía se fetichiza al extremo de totalizarse, la sociedad es un dócil instrumento de un sistema social que la somete”.

A estas alturas del siglo XXI la industria cultural se encuentra dominada por cinco consorcios —Disney, Verizon, AT&T, Comcast y China Mobile—, cuatro estadounidenses y uno chino que como los norteamericanos produce, y todas, sin excepción, han sido acusadas de violar la ley de neutralidad en los servicios de internet. En proporción de diez a uno, las películas más taquilleras y las series de televisión más vistas en el todo el mundo pertenecen a estas compañías. Penguin Random House lidera con creces las utilidades con respecto a las empresas editoras que le siguen, no solo en inglés, sino además en español y otros idiomas. La dominación simbólica global del imperio de turno se ha cargado incluso la simbología navideña de imperios precedentes. Tradiciones ad hoc, como la fiesta de Halloween, recargan hoy sus circunstancias semióticas y restablecen el acto del consumo como fin en sí mismo, ajeno a cualquier tipo de necesidad cultural.

Ninguna persona, ni siquiera el más furibundo empresario, siente que lleva esa carga cuando convoca a sus hijos a transmitir sus deseos a Santa Claus, o a Papá Noel; a convertir el árbol lumínico —ya trasegado por la industria eléctrica—, en un juego de escondite y sorpresa, o cuando calza, achispado y feliz, el gorrito de pompón para abrazar a familiares y amigos en medio de la celebración. Ni es tan simple el asunto ni tan lerdo.

“También existe, como espectáculo de fuegos de artificio, un activismo que se actualiza solo en el acto de descrédito al sistema de relaciones sociales, anticomunismo de etiqueta mediática que granea su fuego sulfúrico en cualquier elemento”.

Parte de esa dinámica reproductiva se ha introducido en el contexto social del socialismo cubano y ha comenzado a martillar en las bases culturales que la revolución ha mantenido como un principio innegociable, al alcance de todos, aunque no todos lo alcancen. Entre varios problemas de importancia, este fenómeno indica hasta qué punto el pensamiento crítico —capaz de implicarse con el sentimiento popular y no discriminatorio de sus manifestaciones genuinas, emanado tanto de los aparatos ideológicos de estado como de las necesarias revelaciones individuales de los intelectuales—, ha cedido terreno al espectáculo totalizador del mercantilismo y ha esquivado la urgencia de entender crítica y objetivamente el proceso de manipulación simbólica a partir de sus representaciones ideológicas. Algunos de nuestros intelectuales, incluso, han experimentado con fórmulas de reconciliación con estamentos ideológicos de franca definición capitalista, desde el sistema de partidos políticos hasta el permisivo dejar hacer de la industria cultural. También existe, como espectáculo de fuegos de artificio, un activismo que se actualiza solo en el acto de descrédito al sistema de relaciones sociales, anticomunismo de etiqueta mediática que granea su fuego sulfúrico en cualquier elemento, imponiendo su banalización a cualquier intento de polémica, reflexión o indagación científica. Consumir la banalización antes que producir cultura y pensamiento, es la consigna a la que se consagran.

Más allá de esos patrones de guerra cultural que a toda costa tratan de asociarse a las representaciones espontáneas de los individuos, espectaculares y tensos a través de las redes de internet, nos asiste el reto de reconstituir los valores semióticos de esa simbología suplantada por el fetichismo de la mercancía y, más importante aún, la escala de representación que determina el acto de tener —poder adquisitivo mediante—, por encima de la posibilidad de ser. Un reto que exige niveles de conocimiento y especialización que retribuyan valoraciones de sentido a los campos comunes de significación, y aporten interpretaciones de esos conjuntos de significación construidos para transformar a la persona en un satisfecho dominado, una especie de Sísifo dichoso, al decir de Camus.


Notas:

[1] Antonio Gramsci: La formación de los intelectuales, Grijalbo, México, 1963, p. 64. Traducción: Ángel González Vega.

[2] Ídem.

[3] Ob. cit., p. 61. El entrecomillado de la palabra “folklore” es de Gramsci.

[4] Guy Debord: La sociedad del espectáculo, Pre-textos, 1967. Traducción: José Luís Pardo, Acápite 36: “La mercancía como espectáculo”, cit.: EPub.

[5] Ob. cit. Acápite 37. Del autor las cursivas.

[6] Ob. cit. Acápite 42

[7] Armand Mattelart: La Cultura como empresa multinacional, Galerna, Buenos Aires, 1974, cit.: EPub.