Hay que retornar a las reflexiones en torno a la modernidad líquida, tenemos el deber de pensar las grandes cuestiones desde un paradigma actual que, sin abandonar la condición posmoderna, la critique. Por ello, el abordaje de las intenciones del arte contemporáneo y de sus cultores no debe carecer de la hondura filosófica de la crítica, ni hundirse en las nimiedades de un periodismo que a lo sumo roza con la punta de un pétalo todo el magma primigenio y tormentoso de las artes. A lo largo de estas décadas desde que se produjo el cambio de siglo, el consumo ha impactado de forma directa la percepción de la belleza, al punto en que ya se criminaliza que se mencione dicho término. Todo se está analizando en funciones de factibilidad, o sea, siendo reduccionistas, de renta a partir de la concurrencia al mercado. ¿De qué estamos hablando cuando nos referimos al fin del wokismo en la producción cultural de occidente?, ¿es la llegada al poder de Trump en su segundo mandato un punto de inflexión en dicho debate?

Zygmunt Bauman ya lo dice en sus postulados cuando refiere que en el tiempo que estamos ha habido una licuación de las categorías duras de la modernidad y por ello enfrentamos un muro líquido, una especie de entelequia en la cual de forma engañosa los conceptos y la realidad juegan una especie de paripé calidoscópico. El agua es algo que no posee forma, ni color, ni sabor, se adapta y se mezcla en los contornos de la circunstancia y de esa manera traspasa de una era a otra sin mayores contratiempos. A la vez, puede estar en forma gaseosa o sólida en dependencia de las temperaturas. Eso mismo es lo que está pasando con la representación y la productividad de ideas en la modernidad líquida, que no existe un paradigma permanente que deje las imágenes quietas por un momento, ya que el cambio es la esencia.  El fenómeno en su mutación confunde los contornos con el contenido y las fronteras entre lo real y lo imaginado se funden en una misma cosa. La modernidad líquida pareciera por momentos poseer el encanto de los siglos en los cuales se estaba fraguando el Occidente cultural, pero de inmediato con la volatilidad del presente se deshace y surge en otra parte del mundo, ya sea porque existe la globalización o a través de los algoritmos que impactan la cultura desde las tecnologías. Solo así podemos entender que tanto en la política como en las diversas esferas ideológicas se produzcan procesos de volatilidad que declaran el auge y la caída instantáneos de supuestos paradigmas. Si lo woke fue en los periodos dominados por el Partido Demócrata de los Estados Unidos una categoría de construcción de lo representado, no hay que creer que no lo sea ahora mismo, solo que bajo las mutaciones de un instante en apariencia nuevo.

“La modernidad líquida pareciera por momentos poseer el encanto de los siglos en los cuales se estaba fraguando el Occidente cultural, pero de inmediato con la volatilidad del presente se deshace y surge en otra parte del mundo”.

En realidad, lo woke es una manifestación del contorno. El fenómeno, que es lo más importante, reside en el cambio de época y allí hay que analizar las relaciones de producción y su movilidad que están creando un correlato en lo cultural y hacen que se traspasen los significantes con la misma volatilidad que viajan los capitales. Ello impacta y arrasa las nociones de permanencia, de estabilidad y de sosiego que eran la base del mundo posterior a la segunda guerra mundial, una paz por cierto siempre amenazada por la frialdad de la guerra. Este procedimiento de la historia, que tuvo su impasse en 1991 cuando la caída de la URSS, se reanuda en este cuarto del nuevo siglo bajo tensiones geopolíticas y de mercado que marcan el ascenso de una nueva potencia y por ende de lógicas diferentes de entender la hegemonía cultural y el consumo de masas. Solo que, como en los partos, la criatura primero está en estado líquido y poco a poco se va solidificando hasta que es un nuevo organismo. ¿En qué momento del parto estamos? La presencia de lo woke en las artes arrojaba algunas pistas, ya que lo trascendente es no tanto la propuesta en cuanto a la teoría crítica de la raza o del género, como la licuación de las identidades que le permitía al sujeto sistema hacernos dóciles a una agenda y por ende a un discurso de representaciones. 

Dicho de otra manera, se había gestado en el centro del discurso del propio poder una mímesis de la contraparte ideológica para precisamente adormecer al sujeto que puede generar el cambio: la gente. Sepultados en montañas de inclusión forzosa, los seres humanos olvidarían la lucha por su dignidad en cuanto tal y el conflicto entre trabajo y capital que es la base de la movilidad y de la crisis del propio sistema. La partición y el fraccionamiento, la contracción, la fractura, la deconstrucción; todas esas son imágenes de la representación de lo posmoderno desde la lógica paralizante, para lo cual se requiere que esa movilidad líquida sea la esencia y sustituya el contenido a partir de la ausencia de contornos.

“(…) lo woke es una manifestación del contorno. El fenómeno, que es lo más importante, reside en el cambio de época y allí hay que analizar las relaciones de producción y su movilidad que están creando un correlato en lo cultural y hacen que se traspasen los significantes con la misma volatilidad que viajan los capitales”.

Lo woke, ¿qué es?  Una manifestación desde el poder de la imagen de la inclusión, pero como imagen se queda solo en eso, en un contorno que promete en algún momento tener contenido. Así, lo utópico social se convierte en distopía y deriva hacia una lógica autoritaria de poder que se solidifica por momentos a la manera de políticas neoliberales de segregación. En el arte las evidencias están en la reconstrucción del mundo de lo representado desde un paralelismo de contornos que no arreglan nada de lo que significa realmente, sino que se recrean en las referencias y las fronteras. Por ejemplo, lo importante no es hablar sobre la esclavitud como fenómeno basado en una división mundial del trabajo y en la estructura de poder global, sino establecer pautas que mimeticen el racismo y lo lleven a la inversa como una especie de retaliación o castigo divino. Dicho así, el wokismo es venganza, y en esa misma línea se inscribe en el entendimiento neocon (neoconservador a la manera de los halcones occidentales) de la justicia vista como devolver a los supuestos culpables un castigo proporcional al daño percibido. No hay una crítica real estructural, sino una violencia en el sentido inverso que aspira a restablecer un falso equilibrio, pero que termina en el desequilibrio, en la locura y en la carencia de finalidad. El wokismo se consolida como sueño de la razón y declara su genealogía con las ideas fundadas en la voluntad de poder de Schopenhauer. Mi mundo es como lo dicta mi deseo y si no lo es lo romperé a martillazos, pareciera que dice el sujeto construido a imagen y semejanza de la representación de esta modernidad líquida. Pero si leemos esa realidad de esta manera, veremos que lo woke es una parte, una representación de representaciones y que el fenómeno opera como un caleidoscopio y crea cámaras de refracción de la luz en las cuales esta inclusión sin lógica humanista no es lo más terrible de la construcción de poder actual.

“En la modernidad que se diluye no hay verdades, solo relatos, por ello la dominación se ejerce a partir de vectores de sentido que se apartan de la racionalidad y apuestan por la voluntad de poder y es esto último lo que une tanto al liberal progresismo burgués como a la contrapartida fascista”.

El wokismo está inscrito en la misma letra del sistema, responde a las lógicas de financiamiento de la construcción de poder y es un arma o herramienta teledirigida para atraer, desmovilizar, embaucar y tergiversar. A la vez, funciona como un rebote dentro de la sociedad del capital. Mientras que la opción conservadora necesite un “enemigo” para legitimarse usará la agenda progre-liberal para hacerse de una entidad y de un lugar en el espectro cultural del consumo. Un extremo justifica al otro en la alternancia de poder y cierra las vías para un entendimiento real de las contradicciones y una superación. Por ello se trata de un punto de vista, de una mira, que sitúan la proyección política en el contorno del fenómeno y lo llevan a su esencia líquida según sean los intereses de las circunstancias. En la modernidad que se diluye no hay verdades, solo relatos, por ello la dominación se ejerce a partir de vectores de sentido que se apartan de la racionalidad y apuestan por la voluntad de poder y es esto último lo que une tanto al liberal progresismo burgués como a la contrapartida fascista: la capacidad de intercambiar moldes que establezcan una prevalencia de uno y de otro proyecto que al final responden a la esencia del fenómeno. Porque mientras se les ha pedido a las personas que diluyan su identidad, el sujeto político sigue siendo fuerte y basa su posición precisamente en el control social.

“El wokismo está inscrito en la misma letra del sistema, responde a las lógicas de financiamiento de la construcción de poder y es un arma o herramienta teledirigida para atraer, desmovilizar, embaucar y tergiversar. A la vez, funciona como un rebote dentro de la sociedad del capital”.

En la producción de sentido del arte, la prestación de una quintaesencia cultural es lo que se está viendo en las últimas décadas. Ya no resulta trascendente un contenido, sino que el envase vaya bien presentado. La banana sujeta a la pared con una cinta adhesiva pareciera ser el símbolo de ese “non plus ultra” de la era, en el cual se han cifrado las esperanzas de ¿renovación? de los códigos y de la construcción de poder desde la representación en el arte. Los ¿críticos? de pacotilla se centran en los compromisos de mercado para promocionar una propuesta que posee como virtud el no decir nada y aspirar a la noria del mercado en sí mismo. Hay que señalar que, en ese círculo de la mala fortuna, quienes salen beneficiados no son al final ni siquiera los ¿artistas? sino el entramado de poder que subyace a las nuevas formaciones de sentido. El constructo que representa quizás mejor a esta época es el consumo de series y de películas en Netflix. Ese mismo mecanismo, replicado, es el de los circuitos de hoy. Las obras se colocan bajo demanda y se les crea un tráfico artificial mediante bots comprados. Esa validación en apariencia legítima no es discutible para ningún crítico so pena de ser linchado por los que sustenta la lógica de mercadeo. Y la serpiente termina comiéndose su cola. El arte de la modernidad líquida es como la cultura woke o, mejor dicho, pertenece al mismo magma: está regido por la voluntad de poder, o sea por el rompimiento de la realidad desde el relato político de la nada, del fraccionamiento y de la deconstrucción como silencio, como censura y como interés supremo.

“En la producción de sentido del arte, la prestación de una quintaesencia cultural es lo que se está viendo en las últimas décadas. Ya no resulta trascendente un contenido, sino que el envase vaya bien presentado”.

Lo woke como una esencia mefistofélica, como ese cuadro ahumado, borroso, que el Ismael de Moby Dick ve a la entrada de la taberna en los inicios de la novela y que prefigura la aparición en la trama del Capitán Ahab y del monstruo de los abismos. La novela es a la vez acuosa y prefigura que esa esencia, si se lleva hasta sus extremos, resulta en peligro, ya que, en medio de los océanos, en las tormentas, se pierde el contorno entre el bien y el mal y no se sabe quién es la bestia. Ahab obsesionado por la caza de la ballena pareciera un demonio, ya deshumanizado, en cuyo pecho anidan una maldad y un deseo de venganza que no son de este mundo. La ballena como ese animal que se humaniza y cuyas tácticas de asalto son cada vez más inteligentes, meditadas, tremendas y contundentes. Ese contrapunteo acuoso en medio de una nada oscura, que no posee contenido y cuyos contornos cambian, es de alguna manera una buena representación literaria y metafórica del presente y de la modernidad líquida. Capitán y monstruo se necesitan, se superponen, se oponen y se intentan matar. Pero el sostén del conflicto no posee un sentido en la línea humanista, sino que nos evidencia la entidad de un universo diabólico destructivo, carente de finalidad. Lo woke es como la otra cara del mismo ídolo de barro, que nos quiere decir que hay diversidad, entendimiento, fe en el progreso, pero bajo el mandato de un sujeto que nos deconstruye y nos pide que dejemos de ser y que asumamos una nueva religión que no admite debate.

“(…) hay que señalar una y mil veces este carácter satánico de la construcción política liberal posmoderna que nos condena a un eterno retorno a la voluntad de poder como única fuerza que define un contorno de sentido”.

Hay que retomar la metáfora de la novela de Hermann Melville y hablar de la modernidad líquida como ese océano donde navegan el bien el y el mal confundidos en una misma cosa. Incluso quien narra la historia pareciera estar confundido/deconstruido, ya que encabeza su discurso con la conocida frase: “Supongamos que me llamo Ismael”. O sea, no sabemos si ese es su nombre o si solo se está enmascarando detrás de un parapeto que le ofrece protección por miedo a la acción de algo más poderoso. Se está resguardando quizás de los demonios conjurados y que lo persiguen, aunque la historia ya haya transcurrido y los hechos formen parte de una entelequia. Pero es que lo líquido, que es a la vez gaseoso, puede hacerse presente, materializarse y tornarse un problema tangible. Por ello quizás la persona coloca en duda su esencia y nos muestra apenas un contorno de lo que es. Ismael es un navegante de los mares del siglo XIX, los cuales tenían una geografía ya operable, conocida, si bien brutal y mortífera, pero el de hoy navega en internet y no sabe con lo que se puede encontrar. La huella que va dejando a la vez lo marca, decide su entidad y es como una cárcel. No puede construirse a sí mismo, porque con cada paso que da es menos dueño de sí mismo. Y el monstruo que en la historia novelesca es definible, que posee una manera, una predictibilidad incluso, ahora no lo vemos, sino que subyace. Ahí también lo woke se torna transitable, maleable, sin forma y de alguna manera nos adentramos en el universo de las asignaciones, en el cual lo trascendente son los nombres, las autopercepciones, lo que se designa y que tendría que existir, porque es la única existencia cognoscible.

En este entendimiento a medias de lo noúmeno kantiano basa lo woke su perentoriedad. O lo aceptas o no tienes entidad, porque el autoconocimiento real es imposible, solo nos son dadas las afirmaciones de nombres.

“La realidad política y cultural que se nos evidencia, si se le puede llamar real, es la de los contornos que ocultan el contenido de la cosa y la vuelven en sí y para sí. Ese carácter incognoscible de la verdad nos escamotea la transformación de las representaciones en vectores de sentido real”.

Lo que el Capitán Ahab conoce de Moby Dick es el nombre de la ballena y el contorno malévolo, pero nunca la llega a determinar, nunca la sopesa en su esencia. Él a su vez está condenado a la dependencia de ese carácter desconocido, para tener una identidad. Cuando queda rota esa relación se disuelve el mundo conocido y todo vuelve a una entelequia. El círculo valida la existencia de relatos por encima de realidades y de la modernidad líquida en prevalencia sobre la verdad tangible, sólida. Por ello hay que señalar una y mil veces este carácter satánico de la construcción política liberal posmoderna que nos condena a un eterno retorno a la voluntad de poder como única fuerza que define un contorno de sentido. Concepto este último que no requiere de la razón, sino que se refuerza ahí donde existe un sueño de la misma. Lo totalitario en el sentido mítico no necesita de justificaciones más que la voluntad, que en apariencia es coherente y trae un orden, una esperanza o quizás un caos predecible.

Así hay que entender lo woke en este tiempo de aparente repliegue y disolución, como uno de los tantos vaivenes de la modernidad líquida que no renuncia a su cometido de encubrir, justificar y fraccionar. Cuando la novela termina, recordemos que la entelequia se vuelve sobre sí y lo que queda es el narrador de quien nunca llegamos a saber nada. El hechizo de lo mefistofélico pareciera algo terrible, pero es como una fantasmagoría, sin que nos importe cuán reales se veían los hologramas. Algo de eso hay en la modernidad líquida cuando se sustrae una idea y avanza otra. Si ahora se nos muestra una agenda más conservadora, en la cual las identidades van desde lo ultra hasta lo más extremista, antes se había construido un mundo a partir de inclusiones que nos parecían inverosímiles, llenas de incoherencia y con poca coordinación con la racionalidad. En uno y otro caso el sujeto de poder nos está trabajando como plastilina y nos imprime el sello de esa voluntad suya, que es la suprema y a la cual responde como un resorte. En las representaciones habrá siempre la recurrencia a una referencialidad que no posee humanismo posible, sino que se sirve de las emociones. En el arte, lo que se impone es la quintaesencia de un juego simbólico que carece de contenido.

“Si se asume la novela Moby Dick como vehículo para entenderlo, el Capitán Ahab es la ballena y viceversa, en un magma que se hunde en las aguas de una modernidad licuada, cruel, de la que no nos podemos sustraer, porque nos succiona como esos peligrosos remolinos”.

La realidad política y cultural que se nos evidencia, si se le puede llamar real, es la de los contornos que ocultan el contenido de la cosa y la vuelven en sí y para sí. Ese carácter incognoscible de la verdad nos escamotea la transformación de las representaciones en vectores de sentido real. Y así es como el relato prevalece sobre lo que es contenido de algo, así es como la metáfora ya no señala, sino que oculta, mistifica y expande la nebulosa de los símbolos. Si se asume la novela Moby Dick como vehículo para entenderlo, el Capitán Ahab es la ballena y viceversa, en un magma que se hunde en las aguas de una modernidad licuada, cruel, de la que no nos podemos sustraer, porque nos succiona como esos peligrosos remolinos.