El discurso que cierra el filme El gran dictador, de Charlie Chaplin, ha trascendido como uno de los primeros ensayos políticos del cine. Más allá de la tesis del antifascismo, la línea demoledora, que recorre todo el torrente derramado por el protagónico en dicha escena, nos habla de un reino que pervive entre nosotros, el cual debe buscarse para luego ser resguardado. Hecha en 1940, la cinta tiene la savia de esas obras que no mueren, sino que en cada época pueden hablarnos, actualizando su legado, dándonos su esencia imperecedera y fulminante. Según Arnold Hauser en su ensayo Historia social de la literatura y el arte, la década de 1930 fue en Europa la era de la crisis de Occidente, lo cual no solo implica la caída momentánea de paradigmas humanistas, sino el ascenso de nociones antidemocráticas, de procesos de automatización de la conciencia y de adormecimiento de la ciudadanía que ha decidido poner su destino en manos de un “líder iluminado” (Hitler) o de una clase económica (la burguesía). Ese sueño de la razón, retratado con clarividencia en una de las pinturas de Goya del siglo anterior, marcará todo arte del momento y sus metáforas y formas de expresión. En el propio filme de Chaplin, de hecho, todo comienza a partir de un adormecimiento, del cual surge la paradoja de la toma de conciencia y la resolución del conflicto de la trama.

Un país, Tomania, pierde la Primera Guerra Mundial y un soldado pierde el sentido viejo, pero gana uno nuevo, transformándose en un hombre que será capaz de comprender el mundo donde vive y proponer otra realidad que no sea la de las armas. El soldado, devenido barbero judío, vuelve al gueto donde antes vivía, pero ahora recibe el asedio de las tropas de asalto, azuzadas por el dictador Adenoid Hynkel (Hitler). El odio recorre toda la realidad de la postguerra y se encarniza contra personas inocentes. El miedo se impone a la razón y las masas dejan de participar. Es la era del dictador, de esa maquinaria que, en el reino de la inconciencia, pone a los demás a trabajar en pos de una idea irracionalista, bélica, inhumana. Para el barbero judío, personaje muy parecido al Charlot de otros filmes, solo hay un camino: la muerte, el exterminio. Su raza, la fatalidad del tiempo, los condenan a él y a los suyos al campo de concentración. Pero la chispa de la razón no está del todo adormecida y, como dice el discurso final, el reino de Dios mora entre nosotros, ese que nos habla de los derechos, de la paz y del acceso a una vida digna y a un espacio en común.

El gran dictador está plagado de grandes mensajes en todas sus metáforas. En los inicios de la cinta, el soldado, aun dentro de su viejo sentido, avanza en medio de una neblina y termina poniéndose del lado de sus enemigos. ¿Será que el significado de la guerra es tan banal que coloca en crisis a hombres inocentes, que nada tienen los unos contra los otros? En una escena similarmente absurda, un grupo de artilleros no logran disparar un inmenso cañón que se les rebela. ¿Quizás como la maquinaria de la película Tiempos modernos, que engulle al hombre y lo coloca en una situación subordinada? En todo momento, Chaplin parece interpelarnos acerca de lo que tenemos conceptualmente como humano, correcto y civilizado, y nos plantea la necesidad de, mediante la sonrisa, cuestionar si vivimos en una conciencia real del mundo o en una adormecida.

Si en la Primera Guerra Mundial el soldado peleó por un supuesto patriotismo, en la posguerra toma un sentido distinto, uno que lo trae de vuelta al raciocinio. Una estatua, que está situada en una de las avenidas de Tomania, es El pensador, de Rodin, en una versión nazi, levantando un brazo, lo cual indica que incluso los grandes paradigmas filosóficos han sido apresados por las circunstancias y que solo un milagro o una revolución transformarán el amargo momento. El barbero y su gente son barridos por las turbas. La realidad del campo de concentración y de la muerte acechan. Una invasión al vecino país de Osterlisch (Checoslovaquia) culmina con un acto multitudinario en una plaza, en la cual hablaría el dictador Hynkel. Pero como peripecia esencial, el barbero es confundido con el tirano y el mundo entra en una era de paz, en la cual se renuncia a todo clamor de sangre. El mensaje humanista llena el acto donde los militares aclaman enfebrecidos y todo se amplifica a través de la radio. En un campo desolado, Hanna, personaje interpretado por Paulette Godard, escucha al barbero disfrazado de asesino que le dice que mire hacia lo alto, donde comienza el reino de un hombre nuevo. La luz ocupa un lugar dramatúrgico fundamental, significando el suceso con todas las implicaciones simbólicas, sociales e incluso místicas que pudiera tener.

“Sin dudas, El gran dictador es un manifiesto en contra de la conciencia adormecida”.

Chaplin quería hacer un filme que ridiculizara a Hitler, quien llevaba en el poder desde 1933. Ya durante una visita a Alemania, el actor había sido atacado por un libelo que lo calificó de acróbata judío. Se dice que la cinta fue enviada personalmente al dictador de Berlín cuando se culminó, aunque se desconoce si la vio. En todo caso, nadie en esa época podía sustraerse a la trascendencia de un artista como Chaplin. Sin dudas, El gran dictador es un manifiesto en contra de la conciencia adormecida, la misma que por aquellos días llevaba a los gobiernos de Londres y París a una política de apaciguamiento con respecto a los nazis. Y es que el mal triunfa allí donde los buenos están inactivos, no denuncian, no luchan, ni están dispuestos a morir por el bien.

No ocurre la revolución, sino el milagro, y existe una lectura humanista cristiana que resuelve el conflicto, que es el de Occidente. El barbero nos habla del Evangelio de San Lucas y cita un pasaje a manera de sentencia esencial: “El reino de Dios mora entre nosotros”. La actualidad del discurso que cierra la cinta se coloca sobre un mundo donde priman intereses y no valores, envidias y no admiración, miserias y no oportunidades. La era cíclica parece estar ante nosotros, con los mismos destinos mecanizados, la conciencia dormida, la realidad automática donde gobiernan los algoritmos y las acciones de la bolsa. Se asiste a una deshumanización de la vida, a una caída de paradigmas civilizatorios, a una decadencia no solo de Occidente sino de todo lo que una vez significamos.

El gran dictador no solo es Hynkel, ese loco tiránico que juega con la esfera del globo terráqueo como si fuese una pelota, sino un fenómeno que nos persigue, el del adormecimiento, el de entregarles nuestras libertades a los poderes y las élites, el de confiarnos a personas cuyos intereses no representan a la mayoría. Por ello, se trata de un alegato por la democracia popular, que es la real, la que no se queda en la formalidad de las elecciones o de los escaños en un congreso, sino que es capaz de decidir y de incidir en la construcción del sentido social y político.

Esta cinta, junto a Tiempos modernos, fue, paradójicamente, de las más cuestionadas por la censura. Tras su culminación en 1940, la obra El gran dictador no fue exhibida en América Latina por tratarse de un continente repleto de tiranos. La dictadura franquista la mantuvo en los índices prohibidos hasta 1976. Italia solo la visionó en 1947. Aún, de hecho, hay reticencias con las tesis de este ensayo cinematográfico, por su fuerza libertaria. Cuando Chaplin hubo de comparecer ante el macartismo, se le tuvo en cuenta su postura antifascista como una “prueba” de su connivencia con los soviéticos. De manera injustificada y extremista, la cancelación arrasó con la estancia del actor en Norteamérica. Y es que el cine de Chaplin no iba a ser complaciente, aunque le negasen los premios de la Academia o dijesen que se trataba de una obra que lesionaba la susodicha moral.

El cine puede ser un vehículo intelectual, una obra que tenga una propuesta en sí misma, que cuestione y que construya un sentido dentro de la esfera de opinión de la modernidad. Eso hizo el artista, eso es El gran dictador, una cinta que no tuvo reparos en representar la crisis del paradigma de un tiempo y proyectar la urgencia de que reflexiones similares pervivan a lo largo de los años. Barbero y tirano funcionan como Mr. Hyde y Dr. Jekyll, solo que a un nivel humanista de altísimo vuelo. Si el monstruo es producto de una sociedad vacía, deformada, el humano no es un científico, ni un ilustrado, sino un ser común, que perdió el sentido tras un accidente aéreo, pero fue capaz de hallarse a sí mismo, de construirse una vida más auténtica. De esta forma, la caída funciona como una metáfora luminosa, como epifanía que restaura, que evoca el paraíso perdido. Hay una teología cinematográfica en la pieza, que hace alusión a convivencias con cierto estadio del espíritu: la luz. Ir hacia esa conciencia que salva al hombre de andar anestesiado hacia el matadero, de aceptar las cadenas como destino inevitable.

Uno de los fenómenos que se vivieron en la década de 1930 en Occidente fue la renuncia a la razón y la asunción de la autoridad. La máquina y el dictador se adueñaron de los podios, imagen que Chaplin refleja perfectamente mediante el discurso mañoso e incomprensible de Hynkel que abre el filme. Así, la apertura y el cierre de la obra son dos puntos, dos extremos que están a ambos lados del camino. Se va de la pesadilla al sueño. Se viaja del infierno al paraíso y se rescata la metáfora miltoniana o el traspaso que subyace en todo proceso de transformación, de progreso, de adelanto social. Los intelectuales de aquella época vieron la imposibilidad de que la política resolviese de forma civilizada sus conflictos, noción que surge en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, en los cuales se perdió la fe en el humanismo. El fin de la Sociedad de Naciones, el ascenso del fascismo, la inoperancia del sistema de Tratados de Versalles, eran preludios de un acontecimiento aún más oscuro, genocida, en el cual algo olía a muerte. Chaplin quiere que se mire hacia arriba, que se tenga fe y que la gente construya algo diferente, alejado del hierro, del exterminio, de la rapacidad que arrasa la Tierra. La mística del discurso no mella su nivel de realismo y denuncia, ni acalla las resonancias que puede tener más allá de las salas de cine. Quien esperaba solo una comedia con tintes sociales, hallará un tratado ambicioso que posee múltiples posibilidades de lectura.

El gran dictador fue la primera película sonora de Chaplin. Allí se le escucha reflexionar, su voz da un matiz diferente al artista, lo acerca y lo humaniza. Tuvo la belleza y el atrevimiento de las grandes obras, se hizo al calor de una realidad histórica que aún estaba por definirse. Posee la fuerza de las viejas sentencias de los oráculos. Más allá de un filme, el ensayo filosófico pretende devolvernos el gesto de El pensador de Rodin, quitarle su aire marcial, subordinado, colocarlo en la centralidad. Si el cine alcanza con esto su mayoría de edad e impone una estética y una propuesta reflexiva, Chaplin llega al cenit de su carrera, siendo ese personaje de su propia obra, ese barbero o ese vagabundo cuyas esencias se desparraman en el imaginario humano. Un bigote expresa el carácter de Hitler, es su signo, la sombra que proyecta recuerdos macabros. Algo similar pasa con el actor británico, cuyo rostro significa el optimismo, la necesidad de ver otras verdades más allá del dolor. Esta película ayudó a sembrar la floresta de los símbolos de una mística que atraviesa el siglo XX y que pudiera ser útil en tiempos en los cuales vuelve a hablarse de la guerra total y la extinción como supuestas soluciones. Chaplin hizo la cinta pensando en los horrores de los campos de concentración, en lo perentorio de denunciar, en la actualidad del drama europeo, y quedó un documento que viene hasta el presente con aires nuevos y útiles.

El actor nació en 1889 al igual que Hitler. La cercanía de las fechas se une además con cierto parecido físico. Al respecto, Chaplin consignó en su autobiografía que sentía un escalofrío solo de pensar que pudo ser al revés: él encarnando al loco y Adolf, al comediante. La historia tiene misterios así. Narrar la tragedia del holocausto en términos de humor no banalizó el tema, sino que lo colocó en solfa, ayudó a millones y desnudó la esencia maldita de la acción dictatorial. Cuando el filme no ganó ninguna de las nominaciones a los Oscar, el artista no se amilanó, ya que su herencia luminosa estaba hecha: despertar a la razón de su sueño y espantarle los demonios. La imagen del cuadro de Goya vuelve, pero ahora despejada, sin la bulla de la guerra o la mortandad que subyace ante la presencia de los monstruos.

El sueño de la razón, Francisco de Goya. Foto: British Museum

El cine no puede salvarnos de otro genocidio, pero funciona como una obra donde belleza y elocuencia hacen las veces de una maquinaria perfecta. En la denuncia está el sueño del hombre justo. Quizás, cuando se intercambian los papeles y el barbero ocupa el lugar de Hynkel, se debiera interpretar que, más allá de jerarquías, de mandatos, de poder, cada ser es igual a los otros y merece la misma dignidad. El reino que mora, que subyace, ese que refiere en el Evangelio de San Lucas, se nos hace terrenal, tangible. La teología quiere hacer justicia de este lado del universo, sin esperar a la muerte o a trasmutaciones, a fugas imaginarias, a sistemas idealistas. Chaplin propone un mundo distinto aquí y ahora, como única alternativa al odio y al adormecimiento.

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