El artista visual Reinier Luaces ha logrado lo que se conoce como un nicho del arte dentro del panorama de las exposiciones en la provincia de Villa Clara. Para quienes conocimos a este creador desde que era un muchacho, la evolución de su entendimiento de las cuestiones estéticas y el abordaje del espacio ha sido notable. Hoy, mientras no existe sistematicidad e incluso se presentan fenómenos de apatía en otros entornos de la región, la Galería Carlos Enríquez de Remedios que dirige Luaces es un sitio que se legitima a pasos agigantados y a la vez se transforma en el lugar por excelencia donde los artistas del patio y de Cuba llevan sus obras. Con un ritmo expositivo imparable, esta institución de la ciudad de Remedios está marcando una pauta de lo que debe ser en el país el acercamiento visual a las artes y el mundo de la representación.

“La primera sala de Todo se transforma es un recordatorio precisamente a que lo cotidiano está dentro de la construcción de lo trascendente”.

En ese mismo tono y para continuar con el trabajo comedido y profundo, se organiza la exposición Todo se transforma, una suerte de moraleja donde el trabajo de curaduría teje las costuras entre varios discursos y logra que no quede nada afuera, ni con apariencia impostada. Esta muestra colectiva aúna a artistas del patio que reconocen, en la Galería Carlos Enríquez, un espacio de legitimación vinculado no solo a la historia de la institución y el nombre de dicho autor de la vanguardia, sino a un presente en el cual el dinamismo y la trascendencia son partes indispensables de un pensamiento serio y de un compromiso. Movilidad que no está dada por una búsqueda en el afuera, en lo que no nos pertenece, sino desde dentro, desde lo que está en lo cotidiano y en lo propio, aunque sea duro y se torne en ocasiones impasable. De esta manera la galería se coloca en un punto de inflexión en el cual tenemos que hablar de un discurso polifónico que no se detiene en el esnobismo, sino que desde la auténtica naturaleza humana se entreteje, se vivifica, se coloca en una posición de absoluto privilegio del espíritu. Y ese hallazgo es lo que nos da entidad como público activo que consume arte y que requiere de un reto perenne a la imaginación y al pensamiento.

“El palo de trapear, que estaría en un sitio de la galería alejado de la vista de todos y solo tenido para un fin utilitario se transforma en una herramienta para la conmemoración del suceso de arte”.

La primera sala de Todo se transforma es un recordatorio precisamente a que lo cotidiano está dentro de la construcción de lo trascendente. Lo que debería ser un inicio que en apariencia apuntara a la grandilocuencia y la elaboración más compleja, comienza con un palo de trapear el suelo colocado en la pared. El objeto arte no intenta ninguna otra imagen más allá de su propia permanencia en un sitio que estaría consagrado a lo que formalmente se entiende como obra de arte. De esta forma, se resignifica un espacio expositivo a partir de la reutilización de códigos y surge un discurso rompedor que nos replantea qué cosas son la cultura, la belleza, el arte, una exposición de piezas hechas para ser vistas y pensadas. El palo de trapear, que estaría en un sitio de la galería alejado de la vista de todos y solo tenido para un fin utilitario se transforma en una herramienta para la conmemoración del suceso de arte. El autor, Yoelvis Chío, que se ha dedicado a vertebrar piezas de índole conceptual, establece un juego irónico con el público y lo interpela de forma directa. La sola interrogante que surge en los presentes acerca de si eso es o no arte ya constituye un logro que nos mueve al pensamiento y a acercarnos al fenómeno expositivo desde una matriz que no sea la pasividad y la aceptación. Hay un dolor detrás de cada pieza de la vida y no existen pasajes en ello intrascendentes, ni siquiera los referidos a un palo de trapear, pudiera ser una acepción de lo que nos propone Chío. De todas formas, el autor no está interesado en romper la probable polifonía semántica de su discurso. En realidad, la pieza asume hasta un carácter sacro que irónicamente también apela por la desacralización y por una traslación de sentidos más allá de sí.

“Luaces, el anfitrión, coloca como pieza/bisagra una que versa acerca de las visiones más nobles y a la vez contradictorias de estos tiempos. Un pedazo de cemento ecológico alude a través de una frase vernácula a la dureza de las condiciones actuales”.

Justo enfrente, una de las obras que han desfilado por la galería en los últimos meses, concerniente al artista Robinson Rodríguez, descansa en plena actitud de diálogo. Allí, en la postura de un ser que vive en medio del aliento más pleno, el cuadro clásico comparte con el objeto/arte una tensión que se nota y que se sabe aprovechar de una manera inteligente. Dos mundos que se contraponen y que están de alguna manera en medio de una conversación peliaguda. Por un lado, lo representativo y por otro, el objeto que contiene en sí la génesis de una elocuencia total. Aquí, Reinier Luaces, curador de alta sensibilidad, ha tenido que tejer una cuerda fina que ate las narrativas y que les permita a su vez una existencia independiente que se contamine solo lo suficiente, solo lo necesario. Los discursos que pudieran romper el espacio y hacerlo agreste e inaccesible por el ruido generado, en realidad suenan como una sinfonía en perfecto acorde que nos habla de la locuacidad de quien piensa en la galería como en un centro de estudio y convivencia. Esta es la verdadera inclusión.

Luaces, el anfitrión, coloca como pieza/bisagra una que versa acerca de las visiones más nobles y a la vez contradictorias de estos tiempos. Un pedazo de cemento ecológico alude a través de una frase vernácula a la dureza de las condiciones actuales, pero el sentido solo se puede leer cuando caminas unos pasos. De esta manera la persona que consume el arte tiene que asumir una actitud cinética y activa para poder comprender o iniciarse en el instante intelectivo del objeto. La subjetividad está cargada de una energía que no puede quedarse en lo contemplativo, sino que te invita y casi obliga a la traslación hacia la siguiente sala en la cual se da lo más interesante quizás de la muestra y el núcleo de todo el diálogo que esta exposición se ha propuesto desde una ambición más amplia y plural posible.

En efecto, la siguiente fue concebida como una sala/instalación en la cual se piensa en el espacio no para llenarlo de obras que estén muertas y a las cuales haya que ir a consumir, sino en propuestas que se salen del marco de lo expositivo y que establecen vectores de sentido. Este concepto, que me parece mucho más verificable que el de otros elementos de la dinámica de la deconstrucción, son matrices de sentido que no solo iluminan una posibilidad en el aquí y el ahora, sino que promueven un hallazgo afuera o sea en las proyecciones que se derivan de las propias piezas. ¿Qué quiere decir esto? Los objetos/arte que nos propone el artista Andrés Castellanos son interesantes en tanto nichos de profundidad o sea en la medida en que las restructuras que conducen este procedimiento se comporten como círculos concéntricos que vayan horadando el subsuelo de la galería y lleguen a un punto medular y humano. 

“Solo renunciando al hallazgo de un lenguaje formal que encapsule la realidad, el creador se da de bruces con una verdad realmente descarnada”.

En esta sala existen tres puntos referenciales que establecen un triángulo existencial. El inicio del viaje es una fotografía en el suelo que reproduce con todos los colores a un indigente en un portal de la ciudad de Santa Clara. La historia no por peliaguda deja de ser real y demoledora. Detrás de la vida de ese ser humano que se niega a ser borrado hay una historia de aspiraciones y de sueños. Alrededor de la fotografía existe una pequeña montaña de repello caído de la pared. Metafóricamente el habitáculo de esta persona es la nada o la carencia de estructuras. A la vez, la expresión de su rostro es ambivalente, confusa. No hay tristeza ni alegría, sino un gesto que cuesta descifrar. Quizás porque para conocer esa situación hay que vivirla y ello establece un valladar más al consumo de arte y lo torna más activo y consciente y menos alienador y apegado a los cánones de la belleza formal y representativa. En la crítica de Nietzsche a la metafísica a partir del arte griego de la tragedia existe un abordaje con el cual conecta la propuesta conceptual de Castellanos. Y es que todo lo que es representativo y que intenta sustituir al mundo desde el arte resulta una perversión de los sentidos. Solo renunciando al hallazgo de un lenguaje formal que encapsule la realidad, el creador se da de bruces con una verdad realmente descarnada. De ahí que la noción de suceso quede cuestionada en el arte posmoderno y se pondere la de los relatos e interpretaciones. En tal sentido, la obra de Castellanos solo puede existir a partir de vectores de sentido que apunten a otros órdenes intelectivos dentro de la galería e incluso en el interior del panorama de las artes.

La fotografía apunta hacia el videoarte que acompaña el conjunto de la muestra y que en palabras del propio autor es una suerte de pastiche que alude al universo rápido de las redes sociales que no nos permite fijar una sola narrativa firme en torno a la identidad humana. Un conjunto de imágenes pasa con el mismo ritmo que el de una página de inicio de Facebook. Personas de la tercera edad que están en escenas cotidianas y hasta dolorosas nos evidencian un mundo que ha quedado oculto por la rapidez de los tiempos que nos vuelven superficiales en nuestros juicios. Esa fugacidad de la que formamos parte nos sugiere una entidad humana que desaparece en medio de los likes, de los compartidos e incluso de la propia indiferencia. Nada de lo que hagan los ancianos parece importante y sin embargo quedó representado a partir del lente del artista y de esta manera se está en presencia de la creación de un relato y por ende de una interpretación del hecho. Y es que la sala/instalación de Castellanos gira en ese mismo sentido y posee un tercer momento en el cual se nos muestra el cráter que constituye el alumbramiento de su concepto como tal.

“El cráter de Castellanos, que no es otra cosa que la sedimentación de un proyecto de años y que aún debe llevarle mucho más tiempo de estudio y de indagaciones”.

El tercer punto es una serie de expedientes laborales expuestos con el valor de objetos/arte. Más que un atrevimiento la pieza posee un olor a melancolía. Por una parte, está todo el sentido de las construcciones vitales, las experiencias, los sueños y aspiraciones de personas desconocidas que pudiéramos ser nosotros también en algún momento de la historia. Por otro, la caída de la utopía que implica dicho relato y por ende el vacío doloroso que surge en ese cráter. Una visión que el público intentará llenar a partir de la aparición de interrogantes que parten desde el interior de sí mismo. Por eso el objeto arte/se concibe desde la lógica de repensar lo que somos desde la entidad transformadora del trabajo y cómo, cuando todo eso se viene abajo, lo que nos queda es un cascarón metafísico. En Castellanos reaparece la misma crítica al valor representativo de la obra de arte tradicional y la apuesta por un lenguaje que no se quedase en la forma como ese mundo cerrado, sino que el vector de sentido se proyecta más allá del espacio constreñido por la galería y por las lógicas expositivas. Por eso, el contrapunto de las tres piezas sostiene un equilibrio muy sano que sugiere un trabajo en profundidad y a manera de círculos concéntricos. Si Dante pensó cada uno de esos márgenes del Infierno para los castigos de la carnalidad, habría que entender el arte conceptual de manera inversa, en la medida en que se desciende hacia el interior de lo expuesto se accede a un círculo donde la virtud está dada por la luminosidad.

El cráter de Castellanos, que no es otra cosa que la sedimentación de un proyecto de años y que aún debe llevarle mucho más tiempo de estudio y de indagaciones, apunta hacia una intención antropológica que busca en medio de lo perdido, de lo desechado, aquello que puede aún arrojar una luz de sentidos. Su carrera como ingeniero industrial lo llevó a trabajar en departamentos de recursos humanos en los cuales muchos expedientes pasaron por delante de sus ojos. Esas epifanías lo llevaron a encontrar una ruta de trabajo estético en las historias que en apariencia ya no cuentan. Por ello, los expedientes con los cuales ha decidido laborar son piezas que poseen una referencia real a seres que en su momento hicieron un aporte cotidiano a la vida. Él conoce a los protagonistas de estas piezas y sabe interactuar de manera orgánica. Cuando lleva esta idea a la galería le interesa más que el consumo llegue a un nivel de implicación emocional y humana y no tanto los relatos racionales. Por ello, como piezas de arte, los expedientes poseen una locuacidad que aún no concluye. El arte ha logrado que lo que estaba vencido, lo que era ya parte de jubilaciones cobradas e incluso de vidas ya inexistentes; tomaran un sorbo de luz vivificante. Si de algo sirve el cráter de Castellanos es para hacer de la muestra Todo se transforma un ciclo que no cierra, sino que apunta a los vectores y logra sobresalirse del espacio de la exposición.

Y aquí hay que volver a la Galería Carlos Enríquez como la institución que está permitiendo que estos diálogos tengan un sentido más allá de lo meramente cultural como suceso. El arte que se mueve en los entresijos y que sabe sugerir más que decir y caer en pleno en discursos que no nos interesan. Esa es la increíble aventura que Luaces, en medio de una geografía que no lo favorece, ha llevado adelante. Sin que existan en esto exageraciones, las tres pequeñas salas que componen el recinto se crecen y logran una amplitud conceptual y de realidades del arte que resultan envidiables. La Galería Carlos Enríquez puede llegar a convertirse en un sitio de culto en el cual no solo existe una legitimación entre el gremio, sino hacia afuera. Y es que conviene desmontar las lógicas de consumo que se alejan de la cuestión del desarrollo y del atrevimiento en materia de apreciación de la belleza. Hay que mover el arte de sí mismo para que no se quede en el reino de la representación o de la moribunda obra expuesta.

“La muestra, desde su nombre, alude a la transformación total que el arte implica”.

En este sentido, el espacio establece una exclusividad crítica que no puede ser más que de excelencia. Sin un galerista de la talla de Reinier Luaces, que posee sensibilidad y buen gusto, este suceso de provincias no estaría siendo ahora mismo mirado de cerca por tantas personas. Para lograr una interrelación entre Castellanos y el resto de las salas se debe tejer una fina indagación sobre el sentido del ser. Esa conversación con el público está además sostenida a partir de que no se trata de un arte que esté apartado de las complejidades de este momento. Toda la crisis del contexto se hace presente, pero con la renovación que la belleza de una obra requiere. Ya que, aunque se habla de un renunciamiento a la pasión representativa de la modernidad, en verdad estamos ante un impulso que aún bebe de esa tensión con lo formal y con el pasado de la propia historia del arte. Entonces, no se puede hablar de una ruptura inauténtica, sino que, al contrario, el hallazgo de un ser dependerá siempre de esa organicidad con lo que somos y con el estudio de una antropología de las visualidades del humano.

La muestra, desde su nombre, alude a la transformación total que el arte implica. Se aspira a que el propio público quede impactado por las piezas y realice una traslación desde sí mismo hacia los vectores de sentido que sean más orgánicos con su subjetividad. Pero precisamente por ello el arte posee una utilidad más allá de lo práctico y que vibra en la cuerda de lo más eficiente en materia de cambios. Una obra determina una belleza en sí más allá del vector que la conduce en una dirección. Por eso hay que saber armar con destreza un espacio expositivo y se reconoce el esfuerzo del galerista que es quien vertebra el discurso. Todo se transforma no cierra, sino que la vuelta en espiral deja abierta una puerta a la evolución de los sentidos y el hallazgo de un espacio exterior en el cual las piezas continúan reivindicando su derecho a la existencia y a variar el destino.

Lo que nos queda luego de presenciar las piezas es la reconstrucción de esos vectores en la misma medida en que sean cercanos a lo vivencial interno de cada quien. Quizás un expediente laboral de alguno de nosotros llegue a expresar algo más que la sola experiencia activa de nuestro trabajo. Ese cráter que hunde la exposición y la vuelve a poner a flote nos ha de indicar que el arte posee incluso la capacidad de dejarnos en una encrucijada en la cual ya debemos indagar cada paso y otorgarle una entidad a cuestiones en apariencia anodinas como un simple documento de oficina. Más que eso, la exposición cumple el cometido más elemental de estremecernos y con eso debería ser más que suficiente en materia de consumo de arte.