Conocí a Víctor Alexis Puig a partir del nomadismo que hoy predomina en el consumo del arte cubano contemporáneo. No existe quizás una manera más cierta dentro del incierto panorama de la belleza que hoy se cierne sobre la isla y que amenaza con cubrir de cenizas toda forma y contorno. Hijo de esta era confusa es Puig, que hace años viene haciendo una obra innombrable a la cual acudimos de forma fragmentaria. Nada en lo que traza parece tener una continuidad, las historias se suceden de manera que no queda otra que dejarlas fluir. Y es que los personajes que ocupan el centro de cada pintura no son otra cosa que figuraciones del propio autor que ha sabido colarse en los intersticios del arte para sobrevivir como humano. El artista Puig salvó al hombre de caer en lo peor y de perderse y quizás en ese mismo tenor haya que analizar cada pieza de las tantas que conforman el catálogo de este creador que ya es conocido y premiado dentro y fuera de Cuba, aunque él se empeñe en decir que vive en una especie de castillo con torre de marfil en el cual se encierra para construir su genial discurso.

Puig representa una vuelta a las vanguardias del siglo pasado, pero la grandeza de lo que hace reside en que él sabe servirse de los maestros y darles la oportunidad de reaparecer como espectros en el presente. De este mismo esfuerzo de almas nace el aliento único de unas pinturas en las cuales se pierden los contornos y todo se torna nublado, turbio, confuso. Apenas unos trazos en medio de los colores que caen en cascadas son suficientes para advertir un golpe psicológico en las figuras humanas y en ese punto del viaje el crítico percibe que a Puig nunca le interesó el juicio de las grandes galerías, sino que él como los orfebres, ha venido trabajando en el silencio, sin que se piense ni en la gloria, ni en la fama, ni en el dinero. Quizás por eso hay un discurso que nos choca en esa obra y que nos resulta, a la par, auténtico. Puig dice hasta la saciedad que no busca que sus temas ni tratamientos sean bellos, pero la belleza persigue cada elemento de unos cuadros donde hay poesía, gusto por las indagaciones humanas y mucho dolor, el dolor de quien no halla un lugar en el mundo y usa ese resorte para seguir existiendo. Si un artista posee todos los elementos de la bohemia de aquella vanguardia es Puig. Bonachón en su tono cuando conversa, ingenuo en sus juicios, acertado en la inmensa cultura de la cual dispone y que vierte como un poseso.

Pero conviene que, al adentrarnos en el análisis del discurso de Puig, tengamos en cuenta que él traza desde una ingenuidad que es consciente de la búsqueda. Quizás no tenga los hallazgos en la mano, pero al menos posee la certeza de que solo moviéndose en pos de una meta determinada dentro de la estética, el creador puede vertebrar un discurso. El autor no solo pinta, sino que establece a partir de sus figuras una especie de lenguaje más allá de lo pictórico y que puede traducirse en palabras. El pintor como cronista de raras fabulaciones que se mezclan con escenas cotidianas y que desaparecen en medio del miedo al silencio y a la zozobra. Horror vacui que no descansa, sino que posee en el pincel a su único aliado contra las imposiciones y las ineficiencias de esta era metafísica. Puig es de los autores que más allá de la pintura nos están diciendo frases y sentencias que nadie descifra, porque no pertenecen al ahora. Y no es que él trabaje para una posteridad sin asidero, sino que es legítimo amigo de los sucesos más espirituales del arte. Esa savia de Puig lo coloca en el centro de las polémicas sin que sea ello el tema esencial de lo que pinta o piensa.

“Apenas unos trazos en medio de los colores que caen en cascadas son suficientes para advertir un golpe psicológico en las figuras humanas”.

Para comprender a Puig hay que conversar por horas con él, saber de su historia de vida y entender el nexo que existe entre la pulsión del arte y los muchos rostros que posee la muerte. Hay una conexión directa entre los maestros expresionistas europeos de fines del siglo XIX e inicios del XX que llevaron los dolores de la vida y todo lo que está inacabado en el alma a las obras de arte. De ahí el tema de las máscaras que es tan recurrente en aquellos pasajes de la historia. Puig no solo tiene en cuenta esa estética de carnaval que todo lo invierte y que usa dicha sublevación como vehículo, sino que para él las máscaras no existen. Los rostros cotidianos, ajados, llenos de sudor, con los ojos embotados de cansancio y en medio de la lucha por la sobrevida, son los elementos de las ficciones tejidas en forma de cuadros. Cuando se mira hacia el interior de los personajes hallamos no solo paisajes insólitos de la psicología social, sino quiebres de los hechos más justos y sensibles que conforman un imaginario social. No es baladí que en los cuadros de Puig estén lo insólito junto a lo lógico, lo bello y lo triste, el hallazgo y el desvarío. Y es que la antítesis, lo contradictorio, lo que huye de la forma y se reconforma constantemente es parte del signo de este artista.

“Los rostros cotidianos, ajados, llenos de sudor, con los ojos embotados de cansancio y en medio de la lucha por la sobrevida, son los elementos de las ficciones tejidas en forma de cuadros”.

Si Johan Sebastián Bach dedicaba sus obras a la gloria de Dios, Puig pareciera haber creado su propio Dios social a partir de los juicios. Un juego en el cual, aunque se perciben los abalorios y las supercherías, no podemos dejar de largo que como personas conformamos una porción importante de esos dolores. La sociedad como una especie de trasmutación de lo justo y de lo bello, el país del artista como un bálsamo del país real, los viajes en el espíritu como única esencia que no concibe el escapismo. Y a veces cuando se está ante esta obra, uno rememora los pasajes en los cuales un Fidelio Ponce decía que estaba por París, cuando en realidad se refugiaba en su pueblo para sobrevivir la crisis y los peores sucesos. Puig bebe de esa tradición, se erige en una especie de puente metafísico al cual no le interesa quedar bien.

¿Existe Dios en la obra de Puig? La pregunta pareciera salida de uno de los pasajes de Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche. Y es que hay un hallazgo teológico en cada una de las visitaciones de este autor. Se trata de un acercamiento más allá de la pintura y que tiene que ver con el tratamiento de los ojos de los personajes. Si se quiere conocer un alma, habrá que mirar de cerca las pinturas de Puig en las cuales hay estudios muy serios de las angustias de los seres humanos. Una emoción que prevalece en casi todas las entregas y que va más allá del dolor o de la carencia y se sumerge en la no existencia de un horizonte. Los personajes de Puig parecieran que están de vuelta de algún viaje importante o una gestión que resultaron fallidos. La frustración de los sucesos del pasado no los ha detenido, sino que el arco dramático tomó un verdadero sentido y en ese giro son captados por el pintor que posee un lente metafísico para poderlos representar. Es ese instante de cambio de planes, de redefiniciones el que hace de Víctor Alexis Puig un autor único. Si se conversa con él, se dará con la clave de por qué los entuertos, los traspasos de vida, los planes truncos resultan tan esenciales en la construcción de sus propuestas. Y es que, hay que insistir en esa idea, a este autor la pintura lo salvó de desaparecer como persona.

“Si se quiere conocer un alma, habrá que mirar de cerca las pinturas de Puig en las cuales hay estudios muy serios de las angustias de los seres humanos”.

No se exagera en ese quiebre de la carrera profesional de Puig, sobre todo si se tiene en cuenta su relación con los circuitos de consumo y comercialización de las artes de los cuales él salió airoso al convertirse en un creador que sublima su dolor mediante los trazos. Si la luz es escasa a veces en cuanto a las historias que él teje y por ello mismo podemos perdernos en la selva de sus conflictos, Puig es capaz de retrotraernos a un universo en el cual las cosas siguen en su sitio y se halla una lógica. Poco importa si existe una crítica que insiste en el carácter autoformativo de este autor. Quizás eso sea lo que lo pone en ventaja sobre el resto, lo que le abre las puertas a una visión otra de la vida y de lo que es bello o feo. Las categorías habitan ahí donde el hombre cree haberlas dejado a la vera del camino. Y solo entonces se produce el verdadero hallazgo. Puig no debe quedarse quieto ante la asistencia de los seres que lo habitan, sino que con esa magia de prestidigitador que lo caracteriza, los convoca, les da un sitial en su arte y no permite que las cuestiones filosóficas permanezcan en la urna. Hay que contaminar la vida de vida, pareciera decirnos el autor desde su altura. Una vivencia que no por cotidiana deja de ser de ondas elucubraciones en el orden de lo social, de lo político, de lo estético y del cuestionamiento mismo de esencias.

En conversaciones que hemos sostenido, le he hablado de mi experiencia junto al pintor Julián Espinosa (Wayacón) de conocida articulación entre la obra naive en Cuba. Y no solo eso, sino que a Puig le parece que todos esos paralelismos con la savia de los autores populares le enriquecen. Él se siente orgulloso de que lo relacionen con personas de una sabiduría intuitiva que poseen la sensibilidad suficiente para ver en lo más nimio. Puig halla en Wayacón, aunque no lo conozca en sí, a una especie de sujeto puro que es capaz de fabular a partir de elucubraciones muy serias y respetables. Y de eso se trata el arte, no es un encierro, no es jactancia en la forma y en las contenciones, sino la desmesura, el irse por ahí a buscar, el tener caminos inciertos, el sufrir las consecuencias de ser consecuente y no venderse a lo que otros esperan de uno o te piden como parte del sello que ya se expende en el mercado. Para Puig, amén de éxitos innegables en su carrera, no se trata de nada de eso. Detenerse no está en su argot, sino que prosigue con un viaje hacia el interior en el cual el trazado siempre parte de los ojos de los personajes y va hasta las almas más escondidas.

Si hay un Dios en Puig es Puig mismo. Y eso nos recuerda que las propias sagradas escrituras dicen que el reino está en nosotros, que somos capaces de construir lo mejor y lo peor. Ese Dios no solo levanta edificios de significación, sino que es quien nombra la belleza y la fealdad. En el universo que se erige en medio de todo esto, Puig ha querido que los personajes parezcan hermosos, aunque lleven encima mil tragedias. Y allí pueden verse figuras, muchas racializadas, que nos miran desde el centro de las obras y que a la vez se preguntan de qué va este mundo. Volvemos a reflexionar sobre el tema de las máscaras y en cómo, aunque no haya estos implementos en la obra de Puig, la gente parece como enmascarada. Sin embargo, se trata de rostros, de facciones marcadas, de sombras y de oquedades que se expresan.

“Si hay un Dios en Puig es Puig mismo. Y eso nos recuerda que las propias sagradas escrituras dicen que el reino está en nosotros, que somos capaces de construir lo mejor y lo peor”.

Hay que rastrear en la genealogía de Puig a un James Ensor que pintaba en su obra La muerte y las máscaras un universo que iba más allá de lo sensitivo y que exploraba las regiones poco amables de la vida. Si la obra por ejemplo de Gauguin estaba sujeta a la tensión con las formas y la búsqueda de una lasitud que terminó en las islas del Pacífico con las mujeres nativas desnudas, en Ensor el trazo se vuelve inhumano y deforme y por ello sigue siendo elocuente. No hay un detenimiento en el manierismo de la pintura, sino que la primera idea es la que resulta en golpe de efecto y se apuesta por ese automatismo del creador que, aunque solo sea intuitivo ya conoce internamente hacia dónde va. Ese es Puig, ese es el Dios que aparece en sus cuadros y que se emparenta con el Cristo que entraba en Bruselas en la obra de Ensor. Un Nazareno que viene a vertebrar un mensaje no solo teológico, sino de una fuerza social. Y en ese punto es donde el tema de las máscaras toma fuerza, viaja en el tiempo y traspasa desde la obra de Ensor a la de Puig sin que para ello se haga uso de otra cosa que de la magia que surge en la pintura. Las influencias son válidas y más aún si poseen una organicidad en la cual el discurso surte un efecto de coherencia.

“Puig no solo tiene en cuenta esa estética de carnaval que todo lo invierte y que usa dicha sublevación como vehículo, sino que para él las máscaras no existen”.

Pero Víctor Alexis es una persona que no tiene que presentarse ante el mundo como lo que no es y las impostaciones no le van a su persona. Si debe hacer una obra la lleva a cabalidad y no se pregunta si clasifica dentro de las correcciones permitidas. Hay una irreverencia en el trazado de las historias que solo se puede hallar en los maestros. En medio de un circuito de arte que ha estado deprimido por disimiles causas, estos pintores que surgieron de la autoformación poseen un doble valor. Por una parte, se han impuesto a las ambigüedades del mercado y por otra, supieron darle a la vida un vuelvo esencial a partir del desarrollo del talento. Y es que el artista profesional en ocasiones desconoce el proceso de imaginerías que bulle en la mente de quienes nacen con la sensibilidad de los creadores y se tienen que hacer a sí mismos.

Más allá del éxito de las galerías y de los premios, hacer una obra en los márgenes no es menos válido y el pintor que ejerce su oficio con compulsión es una especie de dios que no desecha ningún material para hacer la vida. Como en el Génesis, todo nace del polvo y de la nada y comienza a crecer a partir de las iniciales más elementales de la existencia. La complejidad del discurso solo se alcanza una vez que se tiene una visión de conjunto de las diversas piezas de Puig y percibimos entonces que se está ante un artista que no vive dispuesto al silencio. Ello quiere decir que en la articulación de los diferentes cuadros no solo existe una propuesta de mundo, sino que se aspira a la subversión de los valores tradicionales en una lucha estética. No hay que encasillar a Puig en el arte de vanguardia que lanza sus raíces hacia la primera mitad del siglo XX en los territorios del expresionismo, sino que en ello debemos tener en cuenta que cualquier clasificación que se haga de la persona tendrá que llevar el sello del respeto hacia alguien que no ha querido nunca la notoriedad.

“Más allá del éxito de las galerías y de los premios, hacer una obra en los márgenes no es menos válido y el pintor que ejerce su oficio con compulsión es una especie de dios que no desecha ningún material para hacer la vida”.

Si algún tema queda fuera del tratamiento de Puig es porque como dice la máxima, ars longa, vita brevis. Pero ello demuestra que el universalismo del creador lo sobrepasa y lo hace más inmenso. La historia del arte contemporáneo de las últimas décadas en Cuba posee muchos nombres que figuran en la galería de los reconocimientos. Más o menos merecidos, esos galardones marcan una especie de canon del cual las personas se sirven para hacer diseños críticos del discurso de la creatividad. Pero en eso hay que tener en cuenta que tan trascendente es lo establecido y lo clásico como lo marginal y lo apartado, ya que el contrapunteo entre los dos mundos nos ofrece los matices de una reflexión en torno al ser nacional. La obra de Puig viaja entre los extremos del pensamiento cubano y posee la capacidad de no perderse en los vericuetos más escapistas, hay esa voluntad de hierro por la expresión que nos ofrece un camino en el cual las piezas caen cual railes de punta.

Cuando no sean necesarias las máscaras, dejarán de existir artistas como Víctor Alexis. Hasta tanto, la elucubración poética posee todas las energías posibles dentro de la hondura de un discurso que es irreverente y surreal. El tema de las máscaras, como en la famosa obra de Ensor, nos adentra en un universo en el cual el artista se da cuenta de la hipocresía del ser y quiere establecer una pauta de rebeldía que lo aparta del mundo. Baudelaire dijo que los artistas eran aristócratas del espíritu y creo que ese es el único mérito al que se puede aspirar desde un alma sensible. Más que el dinero o las glorias pasajeras que en la sagrada escritura no conforman la floresta de la eternidad, el dios creacional aspira a una trascendencia sencilla en la cual solo cabe lo que lo hace un sujeto de cambio. La mística de las artes, si bien poco tratada y definida dentro de márgenes que no le permiten articularse con expresión cabal, está viva en los cuadros de Puig. Quiere esto decir que adonde vaya él allí estará su mérito.

“Cuando no sean necesarias las máscaras, dejarán de existir artistas como Víctor Alexis. Hasta tanto, la elucubración poética posee todas las energías posibles dentro de la hondura de un discurso que es irreverente y surreal”.

Hay que ir a las visitaciones de este autor como quien está dispuesto solo a la contemplación eterna. Sin esa energía que no emana de lo terrenal, no se podrá consumir un arte hecho con la sangre y el dolor de quien no quiere otra cosa que expresarse. Como en las volutas que yacen sobre La noche estrellada de Van Gogh, pareciera que la pintura nos dijera “mira, he aquí la vida en su apogeo”. 

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