Más que los turrones Jijona y Alicante; incluso más que el guanajo en fricasé y las uvas, nueces y avellanas, en aquellas nochebuenas de los años 60, hasta 1968, de lo que no podíamos prescindir era de la Misa del gallo, que se oficiaba a las doce de la noche en la bellísima capilla de nuestro batey del Central Camita.

Hablo de mi lejana infancia. En octubre de 1960 nos habíamos ido a vivir a ese entonces paradisiaco sitio gracias al nombramiento de mi madre, recién graduada, como jefa de la estación de correos y telégrafos de la localidad.

Me deslumbré inmediatamente con los paisajes, costumbres y personajes del poblado; también con la curiosa arquitectura de madera de las casas de su trazado urbano: todas con el estilo bungalós del sur de los Estados Unidos.

Lo primero que me llamó la atención fue el casi generalizado catolicismo que profesaban sus habitantes.

Yo no era muy beato, pues traía fijados en el recuerdo, como paradigmas, a los jóvenes barbudos que, apenas unos meses antes había visto desfilar triunfantes por las calles de Santa Clara, la ciudad donde viví entre los cinco y los diez años. Ellos parecían apóstoles y yo quería parecérmeles. No obstante esa temprana vocación revolucionaria, me dejé arrastrar por las exigencias de la familia y los amigos de nueva adquisición, entre los cuales se contaban dos monaguillos de mi edad: Cuquito y Manolito. Soñé también con ser quien sonara la campanilla cuando el cura, que creo se llamaba Manuel, recitara: agnus dei qui tollis peccata mundi, miserere nobis.

Noche tras noche, entre una misa y la siguiente, de invariable frecuencia mensual, una señora bondadosa a la que le decían Mina nos orientaba el rosario, con sus “Dios te salve, María, llena eres de gracia…”sus Padre Nuestro y sus Credos, cuyas letras me aprendí en un santiamén y repetíamos a coro como papagayos. Aprendí a rezar antes de acostarme: Con Dios me acuesto, /con Dios me levanto; / con la gracia de Dios y el Espíritu Santo. /Cuatro pilares tiene mi cama, /cuatro ángeles que me la guardan: / San Juan, San Lucas, San Marcos y Mateo. / Acuéstate, mi niño lindo / y no tengas miedo.

“En aquellas navidades de inicios de los sesenta, en algunas de las casas más pobres de las periferias del batey (..) no se armaban arbolitos con nacimiento del niño Jesús, ni se mataban guanajos, ni se compraban uvas y sidras para despedir la Noche Vieja”.

De esa forma quedaba a salvo de Satanás y elegible para que los reyes magos —que no eran los padres— me trajeran juguetes el 6 de enero.

El temor a Dios y los castigos de su mano poderosa fueron el muro de contención para nuestros arranques díscolos. Solo Jorge Luis, mi vecinito del frente, nunca superó el trauma de cuando su madre, que le daba lecciones bíblicas, llegó al capítulo del diluvio universal y le reveló que pronto El Señor enviaría el fin del mundo de nuevo, pero esta vez no con lluvia sino con candela. Cuando ella, con énfasis y visajes terminó su narración, volvió sus ojos al hijo, este era un puro temblor y, anegado en llanto, suplicaba: “Dime que eso es mentira, mami”.

Fui un fiel practicante hasta que dos sucesos me alejaron de la fe católica. El primero de ellos: la posición asumida por esa iglesia hacia la Revolución de mis apóstoles, y sus diatribas contra el mesías mayor, que con la edad de Cristo había bajado de la sierra para salvarnos. Yo tenía diez años y desde la iglesia me consideraron apto para volar como Peter Pan. Menos mal que mi madre no lo permitió, más por apego a mí que por falta de temor a la pérdida de la patria potestad.

El segundo suceso que me alejó de aquellas prácticas fue la derrota casi rotunda de la fe católica ante el intenso proselitismo adventista, que nos descubrió, vírgenes de lógica, y sembró en nuestro terreno fértil las teorías de Elena G. de White como guía para entender y cumplir con las escrituras. Hasta mis amigos monaguillos disintieron y se afiliaron a lo que les pareció —como a mí— novedoso. Lo que sí no nos gustó fue que nos privaba de comer carne de puerco, por estar definido el cerdo, en el Génesis, como “animal inmundo”. En mi caso no duró mucho la devoción protestante.

Me mantuve hipnotizado un tiempo, pero apenas estudié a fondo —en la enseñanza media y después—, la historia universal, me convertí en agnóstico en el sentido que lo proclamara Henry Huxley. Más o menos así seguí, con el añadido de que poco después asumí el marxismo como filosofía a seguir.

“Estábamos en diciembre y llegaba la Navidad. Éramos libres. Había nacido el mesías. Las noches no eran de tanta paz, pero fueron de amor”.

En aquellas navidades de inicios de los sesenta, en algunas de las casas más pobres de las periferias del batey (llamadas Batey Viejo, Pueblo Nuevo y Batey Bravo) no se armaban arbolitos con nacimiento del niño Jesús, ni se mataban guanajos, ni se compraban uvas y sidras para despedir la Noche Vieja. Sí presencié enconadas discusiones sobre política y vi cómo aquellos seres humanos de las villas miseria, que ya veían en la Revolución recién triunfante sus pautas reivindicativas, rivalizaban casi fraternalmente con la clasecilla media que integraba la alta empleomanía del central azucarero. Nosotros estábamos en la frontera, pues sin ser de los altos, tampoco clasificábamos entre los pobres. Pero yo no era neutral. Ya no soñaba con ser monaguillo. Se reactivó en mi la devoción por los barbudos.

Algunos sucesos simpáticos, derivados de la incorregible religiosidad de los mayores, presencié en mi familia. Pero si me dieran a escoger, las palmas se las lleva aquella tarde en que mi abuela Emilia fue a colar café y olvidó echarle agua a la cafetera. Le explotó en la cara, por supuesto, y cuando llegamos a la cocina la vimos, desencajada, ilesa y con borras por toda la cara y el cuerpo. Nos dijo entonces: “Me explotó la cafetera y no me pasó nada porque estaba cantando Cristo me ama”. La abrazamos.

Estábamos en diciembre y llegaba la Navidad. Éramos libres. Había nacido el mesías. Las noches no eran de tanta paz, pero fueron de amor.