En medio de la multitud un hombre
patea distraídamente una paloma.
Tengo solo una vida y no
la convertiré en escamas.
Tengo solo una vida y no
la convertiré
en las palabras de los otros.
¿Cuántas veces hemos pateado
disimuladamente nuestra
propia vida antes de decidir
que la queremos?
Omar Pérez

“La victoria de los desobedientes”*

Me resulta difícil aceptar que Rufo Caballero ya no está entre nosotros, y me resulta más doloroso aún recordarlo así, en la pequeña sala de mi casa, sentado en un balance, sonriente, dispuesto a la polémica y al diálogo. Ahora descubro otro motivo para la añoranza ante este retrato vivo realizado por su colega y discípulo Rubens Riol, que lo acerca hasta lo imaginable y lo hace traslúcido a través de la aguda visión de los demás. En este compendio, donde hay trazas de toda su labor, está el tejido de su extensa obra, todavía inconclusa, tal y como está Clarissa Dalloway, indefinida, inabarcable, en la célebre novela de Virginia Woolf que él tanto amó.

En este libro está el resultado crítico de todos sus libros, la exégesis de una trayectoria que renovó la crítica de arte en Cuba y trazó derroteros para las artes plásticas, el cine, el video, el audiovisual, y los estudios culturales en el Caribe y América Latina.

Los caminos, los riesgos, los empeños, están aquí. Entonces tengo que detenerme, borrar su imagen de hombre locuaz y acoger dentro de mí las evidencias de su deceso prematuro, no en el tiempo, que puede ser total, o al menos creciente, sino en el instante fugaz, en estas, nuestras vidas, cuando esperábamos mucho más de él, en esa lucidez a la que había llegado en sus últimos años, cuando nos había colocado como espectadores y lectores en los umbrales de la auténtica modernidad.

La denominada posmodernidad, con su ausencia de normas, sus cambios repentinos, su abandono de la razón instrumental y su defensa del simulacro, encontró en Rufo Caballero un crítico sagaz.

Esta fue, en parte, su tarea. Darnos las herramientas de comprensión, y los criterios de juicio, para entrar a un mundo nuevo. Creo que si hubo un crítico, un ensayista, un pensador, que hiciera esa labor para nosotros, ese fue Rufo Caballero.

Por eso me resulta difícil construir una imagen precisa de alguien que desbordó todas las fronteras y nos hizo llegar tan lejos en el conocimiento específico del arte, de alguien que no tuvo temor a la fatiga de una empresa tan grande como fue conducir al movimiento artístico a una conciencia de sí mismo en este nuevo tránsito de la modernidad cubana, en este complejo proceso que proviene de la vanguardia, pasa por los años iniciales de la Revolución y vuelve a transformarse a partir de 1981, para la plástica en su totalidad, y para el cine, el video y el audiovisual a comienzos de los años noventa.

La denominada posmodernidad, con su ausencia de normas, sus cambios repentinos, su abandono de la razón instrumental y su defensa del simulacro, encontró en Rufo Caballero un crítico sagaz, que supo ver las nuevas concepciones de lo artístico y el sentido que tomaba la realización fuera de los dogmas, los prejuicios y los límites de una estética caduca.

Su audaz interpretación de las corrientes principales de la plástica cubana, su comprensión del cine que estaba naciendo, y la importancia que siempre concedió a los medios y al arte que estos producían, definieron un camino para ver, oír e interpretar que estaba mucho más cerca de las necesidades de los artistas, y naturalmente, de las necesidades reales del público.

Rufo Caballero asumió el sentido y la ganancia expresiva de las nuevas tendencias y luchó por un cambio de enfoque temático, por una cosmovisión que sostenía los principios liberadores del arte. Este fue su propósito, y también su sueño.

Para encontrar este sistema de valores, el punto de partida para entendernos a nosotros mismos, Rufo fue a la matriz, al origen y desarrollo de una cultura propia, comprometida con el mestizaje, la transculturación, la simbiosis de lo culto y lo popular, el desfase intencional con el arte metropolitano y al mismo tiempo la creación de una identidad que rompía con los modelos coloniales y establecía una cercanía con aquello que había nacido y no tenía un reconocimiento canónico pero nos representaba con exactitud, fuera la luz cubana, el barroco, lo real maravilloso, el realismo mágico, la fabulación poética, el arte popular, las mixturas y remembranzas de las culturas originarias del continente y el fecundo hallazgo de las matrices africanas dentro de las tendencias dominantes en las vanguardias.

Insertar chapeaux: Rufo caballero asumió el sentido y la ganancia expresiva de las nuevas tendencias y luchó por un cambio de enfoque temático, por una cosmovisión que sostenía los principios liberadores del arte. Este fue su propósito, y también su sueño.

Todo esto podía ser visible tanto en “La jungla” de Lam, en su monte de cañas verdeazules, en sus íremes y dioses implicados en ellas, como en Memorias del subdesarrollo de Gutiérrez Alea, en la primera y alucinante escena.

Este sentido del contrapunto, y los contrastes evidentes con las normas tradicionales del arte occidental, planteaban otro modelo de lo clásico. La premisa esencial, entonces, estaba en la realización, en el grado de autonomía que tomaba cuerpo desde la primera modernidad, en los años veinte, treinta y cuarenta del pasado siglo, hasta las tendencias del arte conceptual, el cine experimental cubano, la composición estética del video, el carácter popular que se iba definiendo dentro de una cultura mediática, una cultura que cada vez más acercaba sus técnicas, sus medios y sus propósitos, al sueño inconcluso de los grandes estetas cubanos implicados con la visualidad, Julio García-Espinosa, Graziella Pogolotti, Gerardo Mosquera y Desiderio Navarro.

Rufo Caballero continuó y modificó esta obra de fundación, y abarcó tantos géneros, tantas aristas, tantos enfoques, que hizo nacer entre nosotros un análisis sistémico integral, en el que todas las artes tributaban a la transformación de una cultura, a la revelación de un nuevo orden participativo para el creador y para el público.

“…pudo extender y amplificar su trabajo y hacernos comprender el principalísimo rol de la cultura en la gestación de una conciencia social, y más aún, de una conciencia crítica”.

Estas razones modelaron su pensamiento crítico que se orientó a defender lo más valioso de la cultura audiovisual, lo más auténtico de las artes plásticas, lo más trascendental de la teoría con el mismo entusiasmo con que los críticos más importantes del formalismo ruso, el Círculo de Praga, la Escuela de Fráncfort, el estructuralismo y la posmodernidad defendieron el enfoque semiótico y crearon las ciencias de la cultura.

Desde ahí, desde esa cima y esa mirada abarcadora, Rufo Caballero pudo extender y amplificar su trabajo y hacernos comprender el principalísimo rol de la cultura en la gestación de una conciencia social, y más aún, de una conciencia crítica. Con estas pautas, trazó el viaje del arte cubano contemporáneo hacia una noción integradora y una transparencia de fines donde creador, obra y receptor formaban una trinidad indisoluble capaz de romper todos los moldes, los atavismos, las incomprensiones, dentro de una cultura que tenía que definir su cauce y ganar la pelea de la nueva modernidad con sus nuevos medios.

Rufo Caballero logró, con un lenguaje mucho más específico, la adecuación imprescindible entre realización, función estética y carácter semántico en la comunicación artística. Este fue el resultado de su vida, aprovechada hasta el máximo, consagrada a romper con los tabúes y a revelar nuestro destino cultural como pueblo.

En este libro, Rubens Riol ha recogido una muestra cronológica de la recepción y el análisis de la obra de Rufo Caballero del primero al último de sus textos, en una gama de opiniones que va desde la reseña hasta el examen crítico. Su propósito es presentar al autor dentro de una evolución diacrónica, una manera de hacer visible el hilo del caracol, la marca y el sentido y aun la resonancia de sus pasos, y al mismo tiempo para verlo crecer, para poder comprobar de libro en libro el aumento de su prestigio y autoridad.

“…logró, con un lenguaje mucho más específico, la adecuación imprescindible entre realización, función estética y carácter semántico en la comunicación artística”.

Rubens Riol, sin querer, adoptando este método, ha creado una imagen coherente y sensible de Rufo Caballero. Esta es una imagen tangencial, una especie de producto secundario que, sin embargo, ilumina toda la compilación.

Así, en este libro el polémico autor termina su periplo convertido en un pensador, un analista capaz de unir lo diverso y dimensionar los ángulos más comprometidos de la cultura mediática con los movimientos de la imagen, con la actual proyección de lo real. Los múltiples intermediarios caen ante el embate del crítico, quien sostiene una visión articulada de la realidad, su representación icónica, su proyección imaginal y su fragmentación en el lenguaje de los medios.

Esta fue su mayor conquista al devolvernos la magia de los hechos a través del arte, al destruir todas las falacias en la reproducción de la vida. La tarea de Riol es presentarnos esta evolución como un proyecto logrado, como una línea de acción que la muerte no pudo truncar.

La caricia del látigo…, por tanto, se sostiene en esta imagen, y en esta paradoja, en la presentación de criterios diversos y a veces opuestos, que sin embargo colaboran entre sí para ofrecernos una visión de conjunto. Su línea demarcatoria está fijada por el movimiento paso a paso, libro a libro, de Rufo Caballero.

De modo que vamos a observar su proyección sistémica y las grandes líneas temáticas que lo obsesionaron. En su propio perfil, el notable crítico se abre hacia los estudios culturales, la tentativa americana, el territorio de la plástica, la conversión del cine y el audiovisual en un campo de pruebas, la transformación de la imagen y el nacimiento de nuevos medios expresivos, la creación de una red, un tejido, una manera de interconectar que compromete a la política, la identidad y la cultura con esa imagen múltiple, poliédrica, prismática, que ofrecen hoy los géneros artísticos vinculados con la visualidad.

En los primeros acercamientos a estas ideas, los ensayos de Emilio Ichikawa, Julio García-Espinosa y Duanel Díaz califican entre los enfoques más complejos de este libro. Desde una perspectiva conceptual estos investigadores se aproximan a una axiología para evaluar los criterios de Rufo Caballero sobre lo clásico americano, la identidad cultural y la difícil oposición moderno-posmoderno.

Aunque no se ubican en el centro de este debate, Tomás Piard, Frank Padrón y Alberto Garrandés tocan aspectos tratados de algún modo por los citados ensayistas con una manera muy diferente de cuestionar lo moderno, lo clásico, lo heterodoxo. En todos los casos, los críticos coinciden en formular la idea de que la cultura atraviesa todas las capas de la existencia y crea de sí misma una imagen panóptica, interconectada y muchas veces autónoma, que se multiplica en los medios, seduce e hipnotiza a los espectadores y crea un estado de autosuficiencia, un pasadizo para conocer, evaluar y juzgar la verdadera y evasiva realidad.

La idea de un proceso simultáneo como signo distintivo de las utopías americanas —Frank Padrón—, la proposición de una identidad múltiple —Julio García-Espinosa—, y la aseveración de que vivimos en un estado especial de la cultura, en el cual “el posmodernismo (…) constituye un capítulo más de un proceso esencialmente moderno de largo alcance, cuyo jalón principal es acaso el romanticismo, y en el cual las nociones de libertad, subversión y autoconciencia son ganancias irrenunciables del arte” —idea que comparto en Duanel Díaz [aquí en p. 124]—, marcan un tipo de pensamiento que observa como una totalidad la primera rebelión artística con referentes propios, su atomización posterior en tendencias, escuelas y movimientos, su recomposición final y su establecimiento como un status diferente, con leyes y alternativas propias en su plena autonomía discursiva.

Esta unidad, conseguida en las primeras décadas del siglo XX, dinamiza una noción de libertad expresiva no lograda antes que emerge durante las vanguardias, de Picasso a Duchamp, de Strindberg a Pirandello, de Proust a Faulkner, para fundar otro sentido del arte. Esto es lo que discute esencialmente Rufo Caballero y esto es lo que evalúan sus críticos.

La repercusión y la resonancia de estos acontecimientos en América Latina crean un arte propio, un estado especial de la modernidad. Vivimos aún bajo ese signo y leemos los procesos de otras culturas con esa mirada.

Los estudios que he mencionado, y aquellos que se acercan a Rufo Caballero como crítico de cine —Elizabeth Díaz, Tomás Piard, Joel del Río— completan una segunda parte del volumen, donde se discute el alcance del célebre crítico cubano en una cuerda que va desde la naturaleza de nuestra cultura hasta la evocación posmoderna.

Quizás el punto de vista más polémico sea el de Duanel Díaz, quien ejercita una suerte de emboscada para apoyar la muerte del autor en Derrida y el establecimiento del sujet en Barthes, Deleuze y Genette. La supuesta “muerte del autor” que obsesiona a este ensayista —muerte que no está probada ni en el Ulises de Joyce ni en la Rayuela de Cortázar, ni siquiera en el oscuro y evasivo narrador de Cien años de soledad—, no es más que un enmascaramiento en los sucesivos procesos narrativos del siglo pasado, hoy convertidos en procedimientos clásicos, llámense monólogo interior, fluir de la conciencia, narración fractal, novela testimonio o fabulación poética, en los cuales se adopta otra estrategia discursiva para el autor, quien se esconde detrás del personaje, o dentro del flujo lingüístico, pero está ahí, dirigiendo todas las operaciones, y que pronto será superada por los narradores posmodernos, Michel Tournier, Milán Kundera, Roberto Bolaño, con una estética del pastiche, el palimpsesto y el simulacro, con una voluntad autorreferencial en la escritura.

La discusión que promueven estos acercamientos, y aun estas distancias, toca aspectos tan disímiles entre sí como el problema de la diégesis —la historia y su plano discursivo—, las maniobras de la estética posmodernista (aceleración de la imagen, desorientación, simulación e ilusión de lo real, creación de una red de visiones múltiples, saltos e intermitencias en la percepción, y en consecuencia, un relato de tiempo y espacio metafóricos), junto a las maniobras esenciales de la cultura posmoderna, observadas por Alberto Garrandés: la apropiación, el homenaje, la imitación y la intervención, todo lo cual provoca un sentimiento de laboratorio, de experimento, o al menos, una lógica de apertura permanente que preside a una buena parte de la realización audiovisual.

A partir de aquí, el libro se mueve hacia los problemas más puntuales que trató Rufo Caballero como crítico, hacia su audaz inventiva de nuevos métodos en los tópicos que marcaron su madurez, hacia una búsqueda muy personal cuya consecuencia más notable fue el abandono paulatino de una retórica conocida alegremente en los medios artísticos e intelectuales como la “metatranca”. Este período final de su producción nos ofrece a un Rufo Caballero más preciso, más lúcido, más sagaz y mejor escritor.

Puedo considerar entonces que desde Sedición en la pasarela…** comienza el cambio. A partir de este libro, cuyo impacto sobre la crítica de arte en Cuba fue reconocido de inmediato, el ya célebre autor se lanza a una indagación de las narrativas y los géneros en el cine, y a una búsqueda continua y consecuente de los valores cubanos y latinoamericanos en el arte.

Los enfoques de Alberto Abreu, Desireé Díaz, Alberto Garrandés y, sobre todo, Mario Masvidal, descubren otra fase indagatoria que implica un análisis personal por encima de todo, un juego que compromete directamente al autor y al escritor, el ejercicio de un acto independiente de valoración que abandona los caminos trillados y las supuestas consideraciones “científicas”.

Ahora la crítica ha dejado de estar supeditada a la obra, ahora está más allá y puede leerse como un valor en sí misma. Aquí atisbamos un acto de desobediencia, una ruptura deliberada de las normas. De este modo, como un maestro iconoclasta, evalúa el cine negro, la novela poética, el arte contemporáneo y todavía una teoría de la cultura. Su obra se enriquece con estos criterios, su discurso abarca más, entra la ficción a formar parte de sus juicios y su prosa se libera del pesado lastre que la configuró en sus inicios.

En esta carrera final Rufo Caballero retorna al honesto español, a la sensualidad del idioma, y llega incluso al tratado en su valoración no superada de las relaciones entre el cine y la literatura como ocurre en Lágrimas en la lluvia…, título que yo evalué y prologué.

Ahora la crítica ha dejado de estar supeditada a la obra, ahora está más allá y puede leerse como un valor en sí misma. Aquí atisbamos un acto de desobediencia, una ruptura deliberada de las normas.

No voy a demorarme en elogios inútiles de un libro que lo sobrevive, sin duda alguna, un libro que resuelve la difícil dicotomía entre la palabra y la imagen. Rafael Hernández coincide conmigo y no vacila en colocarlo en una cima dentro de su obra al lado de Agua bendita…, su extraordinario catálogo de las tendencias actuales de la plástica, valorado así por Rafael Acosta de Arriba, Mayra Sánchez Medina y Abel Sierra.

Aquí topamos con el ensayo fabulado, la crítica desnuda —a la manera funcional con que definía Jacques Copeau su Teatro del Viejo Palomar, cuya escenografía se montaba o desmontaba por el actor de acuerdo a su desempeño escénico—, la subversión de un lenguaje que pretende igualar la eficacia estética de las obras que analiza. Caballero ensaya en estos dos libros su camino definitivo como investigador y esteta.

Ahora no valen las lágrimas del recuerdo, la ardorosa polémica que sostuvimos en mi casa a propósito de Fresa y chocolate y Los puentes de Madison, ni siquiera el hallazgo de esa prístina humildad de la sabiduría contenida en Nadie es perfecto

En sus últimos textos, Rufo Caballero entra a una dimensión inabarcable, como lo probó en su libro póstumo Seduciendo a un extraño… Al fin el cine continuaba a la literatura (o la literatura continuaba al cine) a la manera de esa persecución implacable del tiempo aymara donde las vueltas en redondo son tantas que el futuro termina detrás del pasado.

Volveremos a leer a Rufo Caballero con la mirada de una interrogación, encontraremos en su prosa nuevas claves y enigmas no resueltos, irá creciendo —como afirmó el poeta— sobre caballos de cantar, se alzará sobre el tiempo con la más ardua desobediencia crítica, no morirá otra vez y tendremos el recóndito orgullo de haberlo conocido como ahora seguramente lo conocerán sus lectores a través de este libro.

*Versión de Francisco López Sacha. (N. del E.)

**Al titular sus libros, Rufo acostumbró a emplear un enunciado más literario, seguido de otro que, a manera de extenso subtítulo explicativo, acotaba el objeto de cada volumen. Así, sus obras suelen ser únicamente conocidas, e incluso con frecuencia referidas, por su “nombre literario”. Cuando esto suceda en la presente edición, el lector podrá conocer cada título completo, así como los correspondientes datos editoriales, remitiéndose al listado de libros publicados por el autor, existente en el anexo «Una vida breve». (N. del E.)

***Prólogo del libro Rufo Caballero: un ídolo imposible. La caricia del látigo. Compilación e introducción. Rubens Riol (Ediciones Icaic, 2016).