Si no hubiera aparecido aquel análisis promocional en el periódico británico The Times, tal vez el destino de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson (1850-1894), hubiera sido otro. Lo que parecía ser un relato más colocado en un stand para venderse cuando a alguien le llamara la atención devino, por influjo de un lector muy atento, el best seller que fue y el clásico que aún hoy es difícil de destronar.

“El afán de proyección externa para quedar bien con la sociedad, es el detonante de una trama centrada en lo psicológico”.

Para un escritor como Stevenson‚ la prensa escrita no solo era termómetro emocional y espacio legitimador, sino el medio para que se adentrara en el mundo su escritura aventurera. La crítica hizo su papel más favorable: señaló la presencia de una novela que debía ser leída. Vinieron tantas reimpresiones y reediciones que el contexto teatral acogió la obra sin pensarlo dos veces y, desde 1908, el cine no ha parado de adaptar y versionar una historia tan preocupante como la propia humanidad.

El conflicto de dos identidades opuestas que ocasionan pares interesantes representados por el bien y el mal, lo comedido y lo desenfrenado, lo prohibido y lo permitido, no es obstáculo para cuanto lleva acaso a una pregunta básica: ¿cuáles fueron las causas para que este relato floreciera precisamente en la época victoriana y no en otra, en la que motivó la aparición de Dorian Gray, ese personaje fáustico del maestro del diálogo, Oscar Wilde?

Dr. Jekyll and Mr. Hyde se estrenó el 28 de marzo de 1920 en Estados Unidos con un éxito absoluto y estuvo protagonizado por John Barrymore, mítico actor de teatro.

El afán de proyección externa para quedar bien con la sociedad, aunque sea en detrimento de cuanto se es (o se quiere ser) en realidad, es el detonante de una trama centrada en lo psicológico pero consciente que comulga con la novela gótica y el misterio de los relatos policíacos, con el escalofrío que induce conocer a lo que se enfrenta el propio ser humano, por la presencia del doble fantasmagórico, del que camina supuestamente silencioso al lado de la persona viva.

En la selección de los parlamentos precisos, donde pudieran concentrarse la esencia de la obra literaria, estriba el riesgo de quien adapta o versiona para el cine. Más si se trata de cine mudo. Por conocer la primera adaptación, aún muy teatral, del libro de Stevenson, dirigida por Otis Turner en 1908, es que el prolífico John S. Robertson (Love and Trout, Justice a la Carte, The Money Mill, Vanity and Some Sables…) quiso mostrar en 1920 su interpretación personal sin traicionar el relato. Sucede que, para los inicios del séptimo arte, la cuestión consistía en compartir el meollo literario de la forma más fidedigna posible. No importaba echar en cara que se estaba haciendo cine. El respeto hacia la literatura consistía en que el arte cinematográfico en ciernes debía subordinarse a aquella. La película, con 67 minutos de duración, fue estrenada el 18 de marzo de 1920 en Estados Unidos.

“Mr. Edward Hyde comienza a hacer y ser lo que Dr. Henry Jekyll no se atreve”.

Con su largometraje, Robertson logra que el espectador se cuestione cuanto propone ya el libro: ¿uno es en rigor lo que quiere ser? ¿La mente determina la forma corporal? Al mismo tiempo, se le pudiera cuestionar al cineasta, más que al propio escritor, el hecho —hoy sabemos que es más por convención ética que estética— de que la maldad tienda a representarse por lo general de manera grotesca. Considerando la personalidad agregada que, al emerger, se distancia de la otra, ¿a quién, sin embargo, favorece el guion de Thomas Russell Sullivan y Clara Beranger?

Mr. Edward Hyde comienza a hacer y ser lo que Dr. Henry Jekyll no se atreve y así, en un momento casi decisivo de un álter ego que parece asfixiar al referente originario —y no por ello principal—, le comenta Jekyll a su criado Poole (¿apellido toponímico que significa “población al lado de un pozo” o, no es mejor asociarlo a pool, porque mancomuna?) que ha escrito ya su testamento, en el que le deja todo al ‶amigo″ que se quedará unos días en su casa y que no es otro que el señor Hyde. Intentará Dr. Jekyll luchar con ese yo extrovertido y libertino hasta no poder más. La decisión de un personaje, de ocultar lo que verdaderamente ha sucedido para, de alguna manera, proteger la integridad del sujeto racional y comedido, queda en entredicho por ¿la coartada ficticia? “Hyde mata a su enamorado”. Se lee en pantalla.

“Errante nocturno anda este Mr. Hyde cinematográfico, intentando agarrar esa vida que el Dr. Jekyll quiere pero no puede darse”.

Lo que también (y tan bien) capta el Dr. Jekyll and Mr. Hyde de Stevenson es como un segundo —o primer yo— pudiera operar en el ser humano y las consecuencias que entraña que el peor, intente aplacar al otro. Así que más que una alegoría religiosa, como se apreció en mucho tiempo, la convivencia en un solo hombre de dos representantes de toda suerte de complementarios, puede verse como una respuesta a la hipócrita sociedad victoriana, provocadora, a la par que castradora, de los placeres más humanos.

Errante nocturno —como en el libro— anda este Mr. Hyde cinematográfico, intentando agarrar esa vida que el Dr. Jekyll quiere, pero no puede darse. Las noches serán las de la feliz observación y la curiosidad libre, cualidades atribuidas al autor escocés por Henry James. Aunque sobre todo serán interacciones con el mundo desde otra perspectiva. El Stevenson —siguiendo a James— atento y favorecedor de la exposición al exterior, ha tenido que idear primero esa aventura muy para sus adentros.[1] Su salud, siempre rota, le dio pocas oportunidades para, en beneficio de la literatura, evocar lo experimentado. A diferencia de Melville, Stevenson desconoció muchas de las mundologías que, con maestría, relató. No necesitó de las experiencias directas. El autor de Moby Dick no gozaría en vida del reconocimiento que sí tuvo Tusitala, ‶hombre que cuenta cuentos″, que, encamado, aprovechó su imaginación. Admirable es quien supo amigarse así con el lado pasivo de la existencia.

“Para un personaje de esta complejidad se le asignó el papel al actor John Barrymore, quien se luce desde una expresividad corporal resuelta con mesura y desenfreno justificados”. 

De todas las adaptaciones cinematográficas hasta la fecha cabe mencionar, aunque no sean las mejores, la dirigida por Roy Ward Barker en 1971: Dr. Jekyll and sister Hyde, en la que se muestra por primera vez a Jekyll convirtiéndose en mujer. Resalta también la versión pornográfica de ese mismo año que dirigió Tony Brzezinski con el nombre Dr. Sexual and Mr. Hyde; está el Dr. Jekyll and Ms. Hyde, (David Price, 1995). Stephen Frears presentó en 1996 su adaptación del libro Mary Reilly, de Valerie Martin, basada en la novela de Stevenson. El Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1931), de Rouben Mamoulian, sí es una obra maestra por sus actuaciones y resultados visuales, en lo concerniente no solo a las transformaciones del personaje, sino al simbolismo de las imágenes.

En el que está calificado el mejor Dr. Jekyll and Mr. Hyde de la etapa silente, que en España se llamó El hombre y la bestia y en México El doctor y el monstruo, se destacan los contrastes entre las atmósferas nocturnas de las calles londinenses y los espacios iluminados de los interiores, resueltos con tonos azules y ocres, respectivamente. El peso para bien del cine expresionista alemán estaba presente. Hay otro momento de relevancia en el plano visual, localizable en ese momento en que, a Jekyll, somnoliento en cama, se le aparece Hyde en forma de tarántula hasta quedar convertido en él. 

Para dar con un personaje de esta complejidad se le asignó el papel al actor shakespeariano John Barrymore, quien no pudiendo cooperar para ese entonces con su voz, se luce desde una expresividad corporal resuelta con mesura y desenfreno justificados por esos dos personajes en uno. Los pedidos del prestigioso productor y, para la época, voz cantante del proyecto Adolph Zukor —fundador de la Paramount Pictures y uno de los pilares de Hollywood—, se concentraron en exigirle a Barrymore hacer alarde de su maestría expresiva, que el actor resolvió gracias al control de sus músculos faciales: “En la personalidad escindida de Jekyll hallaba él un sosias, representándolo con la convicción que luego solo pondría en sus interpretaciones teatrales de Ricardo III y Hamlet, nuevamente auspiciadas por Arthur Hopkins en Broadway, entre ese año de El hombre y la bestia y 1922”.[2] Las manos en el rostro marcan la diferencia entre Jekyll y Hyde. Luego, al avanzar la trama, sí hubo que recurrir al maquillaje y a los trucos de cámara.

A más cien años del Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1920), de John S. Robertson, las cinematecas del mundo, cada cierto tiempo, convidan a reparar en uno de los más logrados maridajes entre cine y literatura.

Referencias bibliográficas

[1]James escribe: “Resulta demasiado anómalo que el escritor que más ha estimado la idea de una libre exposición a la intemperie, sea también el mismo que se ha visto casi siempre reducido a buscarla dentro de sí, y que las figuras de aventureros que, al menos en nuestra literatura actual son las más vívidas, resulten ser las más vicarias (Henry James: La imaginación literaria. Escritos de biografía y crítica, trad., sel., intr. Javier Alcoriza y Antonio Lastra, Alba Editorial, S.L., España, 2000, p. 171)».

[2] Joan Benavent: La piel de los dioses, T&B Editores, Madrid, España, 2003, p.88.

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