Cuando ya ha transcurrido un cuarto de este siglo y se hacen evidentes las transformaciones en el orden de la ingeniería social, política y cultural, hay varias reflexiones que surgen al calor de los debates. Algunas están relacionadas con la manera en que los seres humanos hemos imaginado este momento a lo largo de la historia. Obras de arte pictórico, piezas de teatro, cuentos y novelas, entre otras manifestaciones, dieron claves bien inquietantes sobre el futuro. Pero quizás los lectores resalten más dos grandes referentes: Aldous Huxley y George Orwell. Ambos autores británicos estuvieron unidos por un mismo hilo de pensamiento: el dominio de la técnica sobre el humano y las implicaciones que ello establecía. Si para Heidegger en Ser y tiempo el tempo de la modernidad está definido por la reflexión acerca de la finitud de la existencia, para esos dos autores de obras de ficción había un campo abierto a lo especulativo macabro. Y es que lo distópico transcurre sobre la base categorial de lo posible más que por lo probable. La historia más reciente de la especie, por otro lado, ha ido hacia un diapasón en el cual las ideas que parecieron una vez absurdas han llegado a dominar el panorama, incluso con desplazamiento para la razón, el entendimiento simple o las cuestiones formales de la lógica.
Los últimos dos siglos, desde inicios de 1800, han sido de deshacimiento de lo real y de la razón a manos de lo irracional y la imaginación. Si 1789 marcó un punto de giro en torno al orden divino y trajo la vida a su dimensión más llana desde la vivencia de lo político, el romanticismo que nació en Alemania y se extendió hacia el continente fue la reacción aristocrática ante el vulgo descontrolado, ese monstruo de cien cabezas que había decapitado a la monarquía más poderosa del mundo. Hay una desaceleración de la modernidad desde los inicios mismos de la modernidad y es como si esta hubiera nacido muriendo. He allí lo fáustico del pensamiento humanista, que tiende a su contrario. Si para la razón lo moral era en apariencia hallar formas de desarrollo que permitieran potenciar el pensamiento, el resultado ha sido la tecnificación del mundo con la consabida esclavitud de las masas y un resultado político atroz. Eso explica que, mientras los nazis masacraban en los campos de concentración a varios pueblos europeos, fueran capaces de valorar la música de Wagner. Y es que las obras de dicho compositor de alguna forma, con sus temáticas nórdicas y su manera contestataria ante el clasicismo continental, ya prefiguraba la crisis de la creación y del sentido de los siglos XX y XXI. Hay un hilo conductor entre El anillo del nibelungo y 1984. Ambas son reflexiones en torno al poder, pero caen en el error de generalizar un modelo pesimista y absurdo, no buscan en realidad una realización potencial. Ambas obras resultan negadoras del legado de la Ilustración. De hecho, en la medida en que avanzas en la lectura de la novela de Orwell te asalta la desesperanza. Un sentimiento este último que está íntimamente vinculado a las instituciones inamovibles del poder de la modernidad corrupto por las lógicas fáusticas de las élites.

Si en la pieza de 16 horas de duración de Wagner (que comprende cuatro grandes óperas) existe la construcción de un mundo basado en la posesión del poder (simbolizado en el famoso anillo hecho con oro del Rhin), en la novela de George Orwell el protagonista carece de artefacto para llevar adelante tanto la reflexión política como la toma del poder. Solo un libro que el protagonista orwelliano escribe para no borrar fechas y sucesos nos recuerda el vacío de algo que alguna vez fuimos. En el primer caso, el anillo es un rezago de la modernidad racional y la persecución de un ideal (aunque corrupto por las percepciones de ambición), en el segundo caso, vemos que el personaje Smith carece de manera real de cambiar su destino, ya que ha sido despojado hasta de su esencia (la memoria en 1984 se reescribe cuantas veces lo requiere el poder, lo cual la transforma en inexistente o en una plastilina).
Dejando de lado que estas metáforas sobre artefactos de poder son frecuentes en la literatura moderna, hay que resaltar la gran traslación que existe entre un momento y otro de la creación humana. Hay mucho mayor apego a la razón en Wagner, si bien es un sujeto refractario a las ideas ilustradas y cercano al aristocrático parecer del germanismo cultural de su siglo. A la vez, el desapego de Orwell está relacionado con la destrucción del orden moderno y su caída en el abismo, para lo cual pareciera no existir solución. Una vez que el ideal demuestra que no existe, el humano siente que no sabe qué hacer ni hacia dónde ir y allí es exactamente el punto de reflexión actual.
“Hay un hilo conductor entre El anillo del nibelungo y 1984. Ambas son reflexiones en torno al poder, pero caen en el error de generalizar un modelo pesimista y absurdo, no buscan en realidad una realización potencial. Ambas obras resultan negadoras del legado de la Ilustración”.
¿Para qué escribir hoy?, peor aún, ¿quién nos lee? Más que una función transformadora de la realidad, las artes parecieran haberse abandonado a sí mismas y vendido la esencia que las relaciona con las nociones modernas de ilustrar, recrear y hacer de este mundo otra cosa. Es como si todos tuviésemos delante el anillo del nibelungo, ese que otorga la posibilidad de darnos poder, pero nadie se interesara realmente en usarlo. No es que carezcamos de ambición o de las pasiones humanas de siempre, sino que el concepto de posesión no es ahora el mismo.
Si en la era moderna se hablaba de la política como un campo de posibilidades, en el cual desde el terreno del cambio se llegaba a un punto ventajoso para alguno de los sectores sociales, en la actualidad se ha sustituido esa forma de participación por los simulacros virtuales que no solo acontecen en internet o en las redes sociales, sino que han saltado a las calles y sustituyen los rituales del poderoso pasado. Ahora, en cambio, lo normal es que se construyan paradigmas desde el desinterés o un carácter lúdico que privilegia lo moldeable, aquello que carece de racionalidad y que se adapta a los caprichos del sujeto de poder.
“Si en la era moderna se hablaba de la política como un campo de posibilidades, en el cual desde el terreno del cambio se llegaba a un punto ventajoso para alguno de los sectores sociales, en la actualidad se ha sustituido esa forma de participación por los simulacros virtuales (…)”.
No ha muerto la modernidad del todo, pero sobre todo porque no tiene sustituto. La ilusión de la década posterior a 1990 en torno a la multiplicidad se ha hecho añicos. No es posible barajar una equivalencia total entre los portadores de sentido, sino que el caos convierte esa visión simplista de la realidad en un terreno para la dominación y el aplastamiento humano. Allí es donde entra la metáfora de Un mundo feliz de Huxley. Antes de la conversación en torno a la posmodernidad se hablaba mucho del sujeto de poder y de Orwell, quien recreó una especie de superyó literario, primo hermano de las elucubraciones de Freud.
Todos contamos con un Gran Hermano que nos dicta desde su moral construida (la modernidad) aquello que debemos o no ser o hacer. Pero con la caída de los paradigmas políticos y la reconstrucción desde una supuesta lateralidad, lo que comenzó a consumirse fue la noción falsa de felicidad huxleyana. Que el orden global de la cultura use adjetivos como kafkiano y orwelliano, pero no huxleyano, ya nos dice mucho sobre el partidismo de ese sujeto de poder. Si bien la modernidad aceptó hasta cierto punto la reacción de Wagner y se nutrió de dichas contradicciones, incluso se sirvió de las novelas y la noción de las distopías, no era dado incorporar otras nociones más agudas que deconstruyen la esencia de la alienación consumista. Vemos que, en el caso de Huxley, por su vinculación con las élites de su momento, hubo una especie de juicio premonitorio de lo que vendría con el mundo de las drogas y del hallazgo de la gratificación fácil y barata.
Fue con la masificación del acceso a las cosas en serie cuando se dio esa manera de control social más acabada. En la medida en que consumimos, somos lo que comemos, lo que usamos, lo que oímos y vemos. Pero nada de eso se halla verdaderamente bajo el control de los públicos. Acercarnos a la noción analítica de la política puede llevarnos a terrenos en los cuales se dan más conexiones que coincidencias y más temores que certezas. Asumir la crisis de la modernidad como un proyecto de poder nos abre el camino a una reflexión en la cual vemos la cultura como herramienta tecnificada. Aquí es importante ver la técnica como lo que instrumenta al pensamiento humano y lo aleja de su visión relacionada con potenciar la esencia de la especie. Ya sea en arte, en ciencia, en filosofía, lo que cubre la razón con un velo y la pone al servicio de proyectos de poder no es otra cosa que un artefacto tal y como fue imaginado en las novelas distópicas. Allí reside la contradicción de lo moderno: en su discurso se proclama defensor de la libertad y del humanismo, pero en lo real persiste la marca fáustica de la cosificación de la política y del uso de la razón para exterminar lo humano. La tensión entre los extremos genera las rupturas gigantescas. De hecho, pudiera ser válida la visión de que la segunda guerra mundial en el frente del este fue un choque entre hegelianos de izquierda (dialécticos) y hegelianos de derecha (sistémicos), ya que ambas posturas encarnan un posicionamiento ante la modernidad.

La metáfora de usar a Hegel para comprender el todo puede dar sus frutos, si no fuera porque el acabamiento del relato moderno reniega de la búsqueda del ser absoluto. Ese idealismo que se emparenta con la teoría de las ideas de Platón, es extemporáneo a lo que hoy se pretende desde los artefactos de poder y control. Poseer un horizonte fundado en un ser no reside entre las prioridades de lo que hoy se concibe. Constituye eso una reflexión demasiado firme para el mundo blando sin contornos que pervive en los tejidos sociales del consumo.
Así, hay que anotar entre los hitos de la lucha ideológica más reciente el choque entre las banalidades de varias posturas que en sí son maneras o asunciones del vacío que genera la crisis de la modernidad. Los conceptos duros que definieron la existencia en el pasado parecen ahora elefantes blancos que yacen delante de los panoramas sombríos del pensamiento occidental. Y unido a este análisis, persiste en el campo de la economía política una traslación del desarrollo material desde los centros tradicionales hacia zonas emergentes, lo cual debe significar la creación de un sujeto otro de poder cultural. Aún Occidente posee focos de creación de sentido como lo son el cine o las redes sociales, a la vez, Oriente está occidentalizado. Por lo cual la crisis de identidad y la confusión deben sostenerse por un tiempo en la nebulosa de la transición. Aun así, tanto Orwell como Huxley siguen en la base de las reflexiones. Uno está fundado en el sujeto visible de poder, el otro en lo invisible. Pero para comprender los artefactos actuales resulta imprescindible que se acceda a ambas elaboraciones.
“Allí reside la contradicción de lo moderno: en su discurso se proclama defensor de la libertad y del humanismo, pero en lo real persiste la marca fáustica de la cosificación de la política y del uso de la razón para exterminar lo humano”.
Hay un cuento que impresiona en la obra de Edgar Allan Poe y que rara vez se vincula con estos debates. Se trata de La máscara de la muerte roja. Una entidad va ganando terreno a la gente que está en una fiesta con aparente despreocupación. No obstante, el desastre avanza y casi en silencio llega a acorralar a los presentes; se transforma así la historia en una metáfora de la manera en que se da la transición hacia los tiempos de crisis. En este justo momento, mientras la peste de la crisis subyace a la realidad, nos hemos concentrado en un baile de máscaras que nada aporta.
La mal llamada multiplicidad del ser o sea la falsa diversidad de los muchos sujetos está lista para su desaparición a manos de modelos políticos que desconocen el mínimo respeto. Mientras la muerte camina por los pasillos del palacio, los que quedan en el festejo que no se han contagiado, quieren desconocer que mañana morirán ellos. Y es que la modernidad no cae de manera total, ni de forma igual para todos. Hay una diferencia sustancial entre cómo se vive en la periferia y en el centro. No es lo mismo entender la crisis desde ejemplificaciones con la Historia del Arte en los aposentos de un museo europeo, que en el hambre y la carencia de opciones de Haití. Sin embargo, ambos escenarios se conectan en un mismo proceso de caída que tiene que ser comprendido en su dimensión total y realmente existente. Así se definen los focos que apuntan hacia el conocimiento de lo concreto dentro de la historia.
“(…) la modernidad no cae de manera total, ni de forma igual para todos. Hay una diferencia sustancial entre cómo se vive en la periferia y en el centro”.
Orwell y Huxley como paradigmas de este momento. Ello pudiera ser una idea atrevida, el leitmotiv de un ensayo o la trascendencia intelectual de determinado análisis; pero más allá de lo vigente de repensar lo que pareciera obvio, la crisis de la modernidad y la irrupción de paradigmas autoritarios de poder en un mundo precarizado nos duele. La especie no vive estas catástrofes desde la inacción o la no representación, sino que busca las vías para expresarse. Por eso el arte de este primer cuarto de siglo se disuelve en las formas, en los contornos, y pierde la fortaleza necesaria para vertebrar un discurso. Pasa lo mismo con la literatura, que tiene que ver crecer al narrador de estos procesos de deconstrucción de lo real en algo que aún no conocemos.
En este instante, somos como los cortesanos que no tenemos acceso al conocimiento de esa entidad mefistofélica que nos busca y que marca el fin de un proceso que nació enfermo.
Para alejarnos de lo que nos está pasando y tener una visión de la muerte, hay que parar el baile y asumir la realidad. Lo performático de lo que implica vivir en el engaño posmoderno nos ha vedado la posibilidad de ver. Estamos en las sombras de lo que consideramos correcto, intelectual, incluso estético, pero eso no implica una expresión clara de lo que somos o de los procesos transicionales. Volviendo a Platón, hay que salirse del marco de lo visible, ir a las ideas y coordinar el conocimiento directo de los indicios del ser. La teoría del conocimiento que se deriva de lo que hoy se conoce como posmoderno no nos muestra la realidad de lo moderno. Mientras que lo veamos de la forma en que nos lo impone la realidad virtual de las redes o los medios, no podremos realizar un estudio que potencie el desarrollo del sujeto humanista.
“La humanidad no puede retornar a la comprensión romántica de lo moderno, sino que nos ha tocado la transición desde lo oscuro y el vacío. Ese es nuestro mal del siglo”.
Si Orwell es lo visible, el artefacto, Huxley es lo invisible, la ausencia de contorno. La mezcla de ambos proyectos de poder y de construcción de lo real en el presente nos saca del letargo y coloca la necesidad de conocer a la muerte sin su máscara. Porque ese cuento de Poe, escrito en un país como los Estados Unidos del siglo XIX, expresa una implicación transicional de la metafísica o sea de la teoría que conoce al ser más allá de lo físico, de lo estructural, de lo tangible. A ese nivel de objetividad llegó el autor, utilizando las metáforas como vehículo milimétrico.
La humanidad no puede retornar a la comprensión romántica de lo moderno, sino que nos ha tocado la transición desde lo oscuro y el vacío. Ese es nuestro mal del siglo. A la manera de lo que estaba pasando en aquellos tiempos, los creadores no hallan una paz ni un contorno que los defina como entes de sentido. Y en ese mismo tema se inscriben las polémicas en torno a qué nos está definiendo más: ¿el Gran Hermano o la felicidad alienante? Los debates en torno a la muerte de lo moderno y la conducción hacia un estadio que no conocemos deberán ser muchos aún, pero lo que sí parece claro es que tanto un extremo como otro comprenden el drama actual sin darle un atisbo de sentido, más allá del absurdo, de lo perplejo de los resultados y de lo enajenante que puede derivarse de asumir uno u otro camino.