“Asistido en el trance por alguien que es yo mismo del revés, en mi ausencia”.
Jorge Enrique Ramponi
Los límites y el caos

El teatro es, a partir de las condiciones físicas materiales e inmateriales de su estructura de producción (cuerpos, palabra, espacio y tiempo) y de la temática de base que despierta (alude a la reencarnación y a la permanencia del ser en un sistema de otredad y reciclado, al destino, a la encrucijada histórica como fachada, como lápida patética de fuerzas sagradas que no pueden manifestarse en este plano de experiencia en el que estamos atrapados y no obstante, pugnan su influjo en la realidad que las niega), una “operación metafísica.

“El teatro es el lugar desde el cual convocamos, bajo la máscara ficcional de alguna convención del mundo, a esa identidad radial, exiliada y abierta a la que sentimos pertenecer”.

El teatro abre un campo extra-ordinario de intensificación de la identidad poética, individual y colectiva; actores y público deseamos el acto teatral como forma de conexión con un nosotros “otro”, con la experiencia del ser fuera de los estrechos límites en los que la dimensión histórica nos tiene sujetos; deseamos suspender la identidad ordinaria para alcanzarla en otro confín (la escena) como magnitud des-identificada y, con ello, dar cuenta de una sospecha existencial de base, representarla: somos otros.

El teatro “desenmascara” al hombre histórico para abismarlo en su verdadera dimensión, el “ser” que no somos, el ser de estructura, el que queda olvidado cuando afirmamos ser la identidad “singular” del documento, del nombre, de nuestra biografía, o la “plural” que al respecto de un “nosotros” refieren y estabilizan los libros de historia.

El actor tabica frente al público su identidad personal y se constituye en una “estructura presencial máscara” que será defendida por él, con cuerpo y alma, en unas circunstancias artificiales, creadas a tal efecto; ese es el escándalo teatral de base, lo que vuelve poético y revolucionario de por sí, el acto: el desdoblamiento del actor como fenómeno paranormal, la escisión, el desencaje del “fiel histórico” (individual y colectivo) para un motivo pugnante y secreto, vinculado a la sospecha existencial. Se trata del pasaje de una identidad, a la clandestinidad, la histórica, para des-clandestinizar otra, la anti-histórica, el ente (la dirección política y técnica de esta operación subversiva esencial, que lleva adelante el teatro y que tiene al actor como centro, es el asunto de fondo de este libro, ya que de ella depende la autonomía escénica de la zona liberada y su posibilidad de constituirse en máquina deseante).

El actor tabica frente al público su identidad personal y se constituye en una “estructura presencial máscara” que será defendida por él, con cuerpo y alma, en unas circunstancias artificiales, creadas a tal efecto. Fotos: Maité Fernández Barroso

El teatro es el lugar desde el cual convocamos, bajo la máscara ficcional de alguna convención del mundo, a esa identidad radial, exiliada y abierta a la que sentimos pertenecer; es el punto de experiencia metafísica donde confluyen dos niveles opuestos e irreconciliables mutuamente dependientes: lo sagrado y lo profano. Esa identidad alterna imprecisable está implicada en la estructura formal del teatro, la estructura misma es una “máquina sagrada” cargada de presentimientos aún antes de volverse profana, antes de revestirse con alguna apariencia del mundo, para desencadenar el pulso sacro-profano del rito teatral. Para pensar en esto conviene imaginar a la máquina teatro detenida, en su silencio y su quietud latentes, cuando reposa a la espera de desencadenarse nuevamente: “un círculo de actores respirando en un espacio vacío”. Y si se amplía la visión, se puede ver que ese círculo de actores, respirando en el vacío, está rodeado de espectadores que respiran a su vez en torno a ese vacío ocupado por actores, he ahí la máquina teatro detenida, respirando. Y si ampliamos aún más el campo de esta visión imaginaria veremos, sin duda, rodeando ese círculo ritual, a la realidad histórica, indiferente a él, entregada a sus asuntos, esa misma realidad de la que provienen esos actores y ese público. Entonces es más fácil entender al teatro como una máquina de naturaleza metafísica que sondea identidad y pertenencia a un nivel extra cotidiano, sagrado. Y también cabe preguntarse si el teatro no se debe también a los misterios que anidan en ese vacío sobre el que se cierne su máquina en reposo, tanto o más que a ese frente histórico unidimensional, indiferente y alienado que lo rodea.

“Cuando apedreamos el espejo, cuando rasgamos la máscara, se des-oculta el soporte sobre el que se adhieren las identidades representadas”.

Es así que el teatro esconde una tensión entre los dos niveles fundamentales con que trama su acto: el profano (convencional), donde operan fuerzas históricas cargadas de imperativos ideológicos atravesados por el poder, y el sagrado (poético), ligado a la identidad sagrada y trascendente del ser. La identificación y delimitación de estos niveles nos enfrenta a una toma de posición en la concepción y producción de teatralidad. Si se supone al plano histórico como el sentido de ser del lenguaje teatral, como su modelo existencial, y se cree que lo poético-metafísico ya estaría dado, subyacente y alterno, manifestándose como acento o intensidad de todo lo que en un plano territorial se produce, entonces la cuestión central queda oculta como inmanencia, sustrato mudo, condición de fondo, supuesta. Renunciar a poner en juego, a traslucir en “forma”la naturaleza metafísica del acto teatral, a hacer teatro también, a la vez, “de ella”, es inconscientemente una posición política. En ese no posicionamiento se reproduce y pervive el poder unidimensional y alienado de los lenguajes de código histórico.

Es en las formas de producción física del acto, que suceden a través del actor, donde se dirime la pertenencia de la escena a un sentido de ser u otro (naturalista o poética), ya que son el modo de expresión natural de dichos asuntos; el sentido de ser del acto mismo tiene en ellas su máscara de representación.

Es a partir de la puesta en acto de su ser mecanismo teatral, que la estructura de producción deja entrever ese nivel identitario que subyace detrás de las apariencias producidas, el misterioso “organismo productor”, cargado de procedimientos instrumentales que refieren a la enigmática fuente, alser” del lenguaje teatral. Es en la manifestación de su ser artificio-mecanismo, donde se crea esa distancia, esa relativización en el cuerpo del sentido aparente (el texto, el tema, la máscara) y por donde se traslucen los niveles poético-metafísicos que deben ser, hoy, más que nunca, representados.

“En las máscaras nos encontramos, nos reunimos, a distancia de nosotros mismos, actores y público, para dar un salto trascendente”.

Cuando apedreamos el espejo, cuando rasgamos la máscara, se des-oculta el soporte sobre el que se adhieren las identidades representadas, esa zona misteriosa y preexistente, estructura remota del meta-ritual teatral. Lo representativo es solo la excusa, la carnada para pescar un bicho mayor. No podemos seguir pensando que el teatro se reduce solo al preciosismo artesanal de la reconstrucción del mundo, hay una función metafísica que restituir, para lo cual debemos enmascararnos, sí, pero no hay que confundirse y creer que la máscara es el objetivo, se trata apenas del punto de encaje donde nos reunimos para dar el salto, la escafandra que habremos de usar en esa zona dorsal de la presencia singular y colectiva que el teatro nos ayuda a alcanzar. En las máscaras nos encontramos, nos reunimos, a distancia de nosotros mismos, actores y público, para dar un salto trascendente; pensado así, “lo teatral es inquietante e impone una toma de consciencia al respecto de su sentido de arte metafísico.

Si no se asume la “temática de fondo” del teatro, como parte central de la trama meta-temática; si no se transparenta “la operación teatral como la estructura significativa metafísica central”, más allá de la obra que enmascara dicha operación; si estas cuestiones de fondo no dejan su huella sensible y concreta en la escena, la condición poética va a seguir siendo tenue y lateral a aquella que la parasita: el mecanismo reflejo, que pareciera ser hoy la función a la que ha quedado reducido el teatro.

“La poética teatral es a veces, cóncava y a veces, convexa”.

La poética teatral es a veces, cóncava y a veces, convexa; a veces, misteriosa y oscura, fronteriza y subterránea, y otras, excitada por el mundo y lo humano, ardorosa y sanguínea, celeste y terrestre. Beckett es un ejemplo de la poética cóncava: vacíos sin atmósfera, territorio arrasado sin historia ni futuro, restos en vías de extinción emiten sus últimas palabras y gestos, a través de cuerpos sin identidad que apenas sostienen mecánicas afásicas que exudan pavor en la intemperie acéfala. No hay allí mensaje ni humanidad, ni pensamiento, solo la pavorosa sospecha de no estar muertos aún. Shakespeare, en cambio, es la poética del mundo y del hombre, revuelta en un furioso cuerpo de relámpagos, el destino y las compulsiones del ser agitándose en las contradictorias aguas históricas.

Pero la poética teatral es también el arte del contrapunto de esos dos niveles, ya que cada uno depende del otro para existir, en algún grado. ¿Qué es lo convexo sino la expresión de un cóncavo dorsal y viceversa? Geometrías de resonancia en relación teatral. Es excitante pensar lo teatral como la combinación de estos niveles aparentemente opuestos, Beckett y Shakespeare tienen muchos puntos de contacto, abejas mutuas.


Notas:

*El texto es un fragmento de El piedrazo en el espejo / Pompeyo Audivert. – 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Libreto, 2019.