Una enseñanza se desprende de la famosa obra Un cuento de Navidad de Charles Dickens: la transitividad de la condición humana. En la trama, se lee sobre la transformación de un frío hombre de negocios y su figura contrapuesta al devenir del tiempo. Por una parte, ve el Fantasma de la Navidad que pasó, por otra los de las navidades presente y futura. El resultado no pudo ser más elocuente en la prosa de uno de los mayores autores de la literatura del realismo crítico del siglo XIX: el ser es vulnerable a las cuestiones que lo circundan y la riqueza resulta temporal. Pero ¿por qué un referente escritural como este usa el tema del dinero como elemento a debate para abordar la Navidad? Para esa porción del arte, la cosa económica engendraba no pocas disquisiciones. Si se busca por ejemplo la obra de Balzac, se verá que el dinero no solo es el personaje más mencionado, sino el verdadero protagonista.

“Si se mira la Navidad como una celebración que —a lo largo de milenios— sufrió transformaciones; se entenderá que los efectos de la interacción del mercado y del capital también se suman a su esencia”.

Hay —en los asuntos monetarios— algo siempre más allá. Pervive en la economía un cálculo que no atañe solo a lo cuantitativo, sino a la metafísica de la mercancía. Ese fetichismo es humano, pero en su comportamiento excede los bordes de lo verosímil al punto de ser tema de no pocas grandes novelas. Lo expresaba Balzac en varias de sus entregas; lo hizo patente Dickens en sus aproximaciones al papel del ser en la sociedad clasista fuertemente estratificada; lo vio Dostoievski en Memorias del subsuelo con la deshumanización del sujeto que se siente por debajo de lo aceptable a nivel social o en Crimen y Castigo novela en la cual Raskólnikov se devana los sesos en torno a si fue o no el dinero el móvil de un asesinato para —finalmente— darse con la verdad metafísica de que había algo más oscuro e inatrapable en sus motivaciones. La Navidad, ¿qué tiene que ver con todo eso? Hay un proceso simbólico que se intensifica con la modernidad, pero tuvo sus pasos primigenios en la última fase del Medioevo y en el Renacimiento con su humanismo reencontrado con los clásicos: la desmitificación del mundo. Ese vaciamiento de la realidad en el cual se caen los velos de lo sagrado, no como doctrina de fe solamente, sino como proceso antropológico de sentido. Allí tanto la religión, como sucesos cotidianos —el dinero es uno de tantos— pierden su contenido mítico y mutan hacia otras interacciones simbólicas con los públicos.

“…en paralelo con la desmitificación de la historia moderna ha habido en las últimas décadas del siglo XX otro proceso: la caída de las ideologías basadas en grandes relatos”.

La Navidad es un proceso en el cual se mueven signos, los cuales están indexados a debates reales en torno a lo que existe y lo que no. Sin embargo, esa no es la única verdad a tener en cuenta. El realismo que irrumpe en la novela europea de fines del siglo XIX —de hecho— es parte de la genealogía de esa crisis de identidad que se desprende de la desmitificación. Por una parte, tenemos autores como Gógol, quien en una obra como Las almas muertas realiza una conexión entre el pago de impuestos del terrateniente feudal y la existencia metafísica de los siervos de la gleba —gracias a ese mecanismo burocrático— aún después de muertos. El dinero los retorna a la vida, no con una vida real, sino hipostasiada por los intereses. Por otra parte, en la obra de otros, como Tolstoi, se nota una recurrencia hacia el misticismo interior del ser social más humilde —el campesino— para revelar los desgarramientos de esa modernidad cruel, calculadora, pragmática. Si se mira la Navidad como una celebración que —a lo largo de milenios— sufrió transformaciones; se entenderá que los efectos de la interacción del mercado y del capital también se suman a su esencia. No estamos hablando aquí solamente de la fecha aprobada como parte de una liturgia religiosa —cuestión que merece todo el respeto y decencia— sino de un debate en torno a una celebración que a la altura de este primer cuarto del siglo XXI se separa del núcleo primario del Nazareno y pregona otros valores más vaciados de contenido. La desmitificación que se ve en las novelas del realismo crítico no ha hecho otra cosa que acrecentarse y ahora posee un peso considerable tanto en lo vivencial, como en lo meramente festivo, así como en lo simbólico a la hora de evaluar la Navidad.

Siguiendo ese hilo de análisis, en paralelo con la desmitificación de la historia moderna ha habido en las últimas décadas del siglo XX otro proceso: la caída de las ideologías basadas en grandes relatos. Eso —que dio en llamarse posmodernidad— derivó hacia otros entendimientos quizás más elocuentes como la modernidad líquida de Bauman. Lo cierto es que —en lo concerniente a los grandes relatos, no solo los mitológicos, sino los fundados en teorías críticas sociales— existe una sensación de orfandad y de que ningún terreno que se pisa es sólido. La inestabilidad no solo se traduce en desequilibrio real y político de las sociedades actuales, también se reproducen ausencias referenciales en las nuevas generaciones las cuales padecen de una amnesia histórica. La religión, que fuera una ideología aglutinadora de masas, es sustituida por otros procesos de construcción de lo simbólico que simulan ser horizontales y participativos, pero que en realidad poseen una existencia performática. Se trata de las redes sociales, las cuales funcionan como el podio de estos tiempos.

“La Navidad no es entonces conmemorar, sino consumir como un acto donde opera una dualidad. Por un lado, lo simbólico que se indexa a percepciones de poder monetario. Por otro, el acto de comprar, lo cual le da vida al sistema fundado sobre el fetichismo de la mercancía”.

La desmitificación asume —contradictoriamente— un nuevo mito, el del like, en el cual lo festivo se vivencia de forma constante como una felicidad obligada con una imagen de éxito exigida a toda hora. El avatar que se había dibujado en el más allá a resultas de un proceso moral de acrisolamiento, largo, en ocasiones penoso y plagado de caídas, confesiones y arrepentimiento; es ahora esa figura digital perfecta que otros consumen y que trasciende a la persona ya que navega en teoría eternamente en los datos de los servidores. Esta posverdad, esta poshumanidad viven el nacimiento de Jesús separadas de Jesús, a quien miran como un avatar del mercado y las redes, no como un profeta ético y espiritual. O sea, para muchos lo que hay acerca de esa figura de la cultura, la religión y el pensamiento occidental es lo que se consume en esos espacios legitimadores del entorno digital, por lo cual los públicos asumen la historia a partir de los sesgos de confirmación. Eso explica fenómenos agresivos como la cultura de la cancelación —cazar, derribar y desaparecer ideas y sujetos no afines—, la reescritura de la historia, la propia posverdad y el posderecho (la negación de lo jurídico y el uso de las redes como juzgados en los cuales se condena expeditamente).

“La Navidad se entiende no desde el pesebre, sino en el supermercado con sus rebajas de fin de año, las ventas en su pico más alto, las promociones y la publicidad”.

No quiere decir esto que las crisis derivadas de la modernidad y de su variable líquida no se sirvan de la ideología para el logro de los mismos objetivos de las élites de poder; sino que a la hora de deconstruir y analizar un fenómeno de consumo cultural como la Navidad se deben tener en cuenta todas esas variables. El mecanismo es el mismo y accede de manera múltiple a la construcción de sentido a partir de la interacción entre lo real y las percepciones colectivas. La Navidad se entiende no desde el pesebre, sino en el supermercado con sus rebajas de fin de año, las ventas en su pico más alto, las promociones y la publicidad. Se nos ofrece no el producto, no la fecha, no la celebración, sino el deseo de poseerlo todo, de tenerlo todo bajo control y de salir siempre ganadores y felices en la justa social. La Navidad no es entonces conmemorar, sino consumir como un acto donde opera una dualidad. Por un lado, lo simbólico que se indexa a percepciones de poder monetario. Por otro, el acto de comprar, lo cual le da vida al sistema fundado sobre el fetichismo de la mercancía. Desde el suceso cultural religioso se ha dado una mutación y —como resultado de su vaciamiento del mito— nos movemos hacia la mercadotecnia, las estrategias de compra. Aquí hay que recordar que —aunque lo mítico judeocristiano haya abandonado en gran medida la fecha— el mito del consumo funciona bajo los mismos preceptos cognitivos. Es una ideología que a la par que aglutina y uniforma, disciplina y aplana lo social.

“La consideración sobre la llegada de Jesús al mundo —apartando cuestiones históricas y de exactitud— sirve para realizar un juicio acerca de la justicia y su relación conflictiva con el poder”.

No hay que ser aquí extremistas en el análisis en torno a un fenómeno normal. Comprar no te coloca en el vórtice de un poder que modifique tu ente individual. No es ese el debate, sino llevar las cuestiones supra a juzgamientos más elaborados ya sea desde el pensamiento o la cultura. ¿Podemos ver el tema del dinero desligado de sus manifestaciones simbólicas? No creo. Más bien existe una relación dialéctica de mutua determinación entre el dinero y la cultura. Uno y otra sufren transformaciones como parte de la interacción siempre conflictiva. La Navidad es una fecha hermosa si se la mira desde el prisma del humanismo cristiano —ese mismo pensamiento de Erasmo de Róterdam que dio paso al cuestionamiento del poder eclesial—, también si se la observa en una dimensión moral a partir de las enseñanzas del Nazareno que tienen en el Sermón de la Montaña su punto más álgido. La consideración sobre la llegada de Jesús al mundo —apartando cuestiones históricas y de exactitud— sirve para realizar un juicio acerca de la justicia y su relación conflictiva con el poder. ¿Era el Hijo del Hombre un defensor de los pobres o no?, ¿se trataba de alguien que vino a conservar la fe como estamento de los privilegiados o todo lo contrario? La figura de Jesús —aún en su asunción divina— no se desliga de las aspiraciones humanas concretas hacia un mundo mejor. La fe posee, como toda idea, una dimensión objetiva, si moviliza el cambio y es capaz de traspasar las circunstancias.

“¿Podemos ver el tema del dinero desligado de sus manifestaciones simbólicas? No creo. Más bien existe una relación dialéctica de mutua determinación entre el dinero y la cultura”.

La desmitificación es, además, un proceso que ocurrió conscientemente como parte de la caída del viejo orden feudal que la burguesía moderna llevó adelante con violencia, determinación e intencionalidad. Hay un proceso de secularización de la fe que desemboca en la Europa actual donde el cristianismo se considera apenas un elemento simbólico que unió alguna vez el continente. Pero ese vaciamiento no aconteció como una libertad galopante, no dio derechos, no emancipó, sino que cargó de cadenas a partir de otros símbolos de poder a los pueblos. A la solidaridad de Jesús se le impuso el consumismo del rico, que no cree que se deban repartir las riquezas ya que la propiedad privada se blindó mediante las leyes, la policía, la partidocracia y el propio mercado. Si una idea no es capaz de vender, simplemente muere, no se le hace caso, nadie invierte. Las calculadoras de riesgo se extienden como entidades supra a través de las naciones, determinando quiénes tienen o no derecho a la prosperidad. La alegría que en la Navidad se nos contagia desde los estantes de las tiendas posee una metafísica que opera desde lo concreto hacia lo ideal de una manera clasista.

Estas ideas no están en la esencia del cristianismo y hay que recordar a Jesús echando a los mercaderes del templo. En ese pasaje bíblico —que pareciera escrito por uno de los maestros del realismo crítico literario del siglo XIX— se observan elementos que expresan la naturaleza dual del dinero. Por un lado, su ser es capaz de contaminar de forma visible e invisible el espíritu de un sitio, un suceso, un fenómeno. Lo que era ya no es porque operan los intereses. Por otro, lo sagrado tiene una relación conflictiva con el capital, ya que este último mira de forma excluyente hacia manifestaciones ideales que lo contradigan o que no lo coloquen en lo central. La secularización del templo mediante su uso para acciones de compra y venta no da paso a la libertad, sino a una variable de poder que ahora se sirve de otro mito. Por ende, se sobreentiende la resonancia conflictiva entre el Nazareno y ese cambio de percepción colectiva que solo se introduce para obtener ganancias. Si se lleva el pasaje a la historia, se verá que la Navidad ha vivido algo parecido. Inicialmente vista como un tema sacro ha tenido que asumir una voltereta en la cual priman los mercaderes. Al Jesús humano, espiritual, incluso inasible, se le impone el Jesús de yeso, de plástico, el que se coloca junto a una guirnalda encendida con música barata.

“La secularización del templo mediante su uso para acciones de compra y venta no da paso a la libertad, sino a una variable de poder que ahora se sirve de otro mito”.

Aunque el debate pudiera parecer la misma cara de un lugar común, se impone retomarlo en el punto exacto y determinante: la sustitución del mito judeocristiano por el mito del mercado. La falsa secularización de la fiesta que conduce a su uso para el comercio y no en el sentido de la conmemoración. Sin dudas, puede y tiene que haber una dimensión publicista de la realidad social; pero no se justifica que esta exista bajo los cánones de la alienación y el vaciamiento. Si antes de eso se hiciera por resucitar a Jesús en el buen sentido —trayendo sus enseñanzas— la Navidad recrearía su esencia, iría hacia los orígenes más cercanos a su propio imaginario. Estaríamos hablando entonces de una dimensión de lo simbólico con la cual podemos dialogar. Jesús es uno de los referentes humanistas más altos de la historia y celebrarlo constituye un acto de justicia, de reconocimiento de esa entelequia ética en nosotros mismos. Con esa celebración no tendría que existir conflictividad, ni deconstrucción. Antes bien, no es esa la Navidad que poseemos a nivel global, sino la mera fiesta, el vaciamiento, la borrachera, la comida que se engulle y que —en contraposición— muchos pobres no pueden pagar y se conforman en la soledad de su destino. Como nación cubana no somos inmunes a esos debates, mucho menos en nuestro seno, en el cual el creciente clasismo y otros fenómenos de asimetría social, nos hacen figurarnos la omnipresencia de un choque en el cual se definen cuestiones imprescindibles. Hay aquí el que mucho posee, el que poco y el que muy poco y ello conviene posicionarlo para darle solución —no en el plano ideal o de la fe— lo más pronto, lo mas perentorio que sea.

“…como resultado de la propia contaminación de la historia, la Navidad posmoderna es tan líquida como el resto de los fenómenos culturales de consumo que distinguen el presente”.

Llegados hasta aquí, la Navidad, o sea el recuerdo del nacimiento de Jesús, posee la belleza de su ideal identificado con un hombre que amó lo justo —con independencia del debate sobre la historicidad de su figura— una especie de arquetipo de la búsqueda del bien. Pero también y como resultado de la propia contaminación de la historia, la Navidad posmoderna es tan líquida como el resto de los fenómenos culturales de consumo que distinguen el presente. Hay en la celebración no tanto la recurrencia a lo religioso, al cristianismo; como la asunción de una idea de éxito fundada en poseer cosas y en aplanar la realidad desde el uso de la técnica moderna. En el avatar que se deriva de esa dualidad priman contradicciones de vaciamiento de significado y de mutación de los mitos. La construcción del yo a partir de los paradigmas de consumo dista del cristianismo de la justicia y se asienta en el capitalismo de las cosas que se relacionan con las cosas pasando por alto a las personas. La cosificación —que es de lo que aquí se habla— deshumaniza el proceso simbólico y lo convierte en un acto de compra de deseos y sueños vacíos, que solo conducen a una trama infinita en la cual nos sentimos iguales de insatisfechos. En contrapartida con esa ideología de mercado está la realidad de los muchos excluidos del propio mercado. Así, la historia de la modernidad líquida no solo nos ofrece un Jesús vaciado, sino que posee vencedores y perdedores y la batalla para llegar a ese resultado no es exactamente justa.

La Navidad debería ser el sueño del justo que —fundado en la eticidad del Nazareno— buscara en lo concreto la realización de un ideal de equilibrios. En cambio, la modernidad líquida con su vaciado patológico nos regala una fecha en la cual se impone la ideología de poder de un mito de mercado. De la contradicción entre la realidad y lo pensado tiene que sobresalir una reflexión que sostenga una referencialidad humanista, no excluyente de la fiesta. Más allá de eso, los clásicos del realismo crítico literario ya nos regalaron un mundo donde el dinero con su metafísica ha sido capaz de condenar y de marcar la Navidad con su sombra. Quizás junto a Dickens haya que pensar este como el peor y el mejor de los tiempos.