Cada año, la polémica resurge en torno a fechas y festividades que por diversos motivos se entienden ajenas o encontradas con la identidad cultural cubana. Pasa mucho con Halloween, que llena el país de “fiestas de disfraces” y sudorosos jóvenes —y no tan jóvenes— maquillados como brujas, payasos y duendes que parecen derretirse con el cálido otoño de nuestra isla. Y pasa cada diciembre con la Navidad, efeméride dilecta de la sociedad capitalista global que puebla hogares con pinos de distintos tamaños, adornados con nieve artificial y lucecitas estridentes en medio de una crisis electroenergética.
La Navidad tiene como “justificación” el nacimiento del Niño Jesús, figura central del cristianismo. No obstante, y como señala Stephen Nissenbaum en La batalla por la Navidad, el 25 de diciembre fue una fecha escogida y fabricada con propósitos de metabolismo cultural. Para el siglo IV n. e., la Iglesia Católica decidió enfrentar los carnavales paganos y su espíritu hereje de una forma muy eficaz: por fagocitosis. Durante cientos de años (quizá milenios), hombres y mujeres celebraban en torno a esa fecha por el solsticio de invierno, dedicando rezos y fiestas a disímiles deidades. El cristianismo decidió colocar entonces en el centro al hijo de Jehová, para que las comidas, bebidas, danzas y vítores gravitaran “naturalmente” hacia su gloria y beneplácito.
El sincretismo quedó aprobado formalmente por Concilio y sobrevivió durante centenares de años, incluso a los ataques de los primeros protestantes y luego de los Testigos de Jehová, que veían en la Navidad una festividad pagana no prescrita por la Biblia. La celebración por el nacimiento del Niño Jesús se convirtió en piedra angular de la dominación simbólica y cultural de la Iglesia Católica, pero fue víctima —principalmente durante el siglo XIX— de una vertiginosa secularización. La nueva clase emergente, la burguesía que capitaneaba la industrialización, identificó en la Navidad un poderoso mito (en clave de Barthes y Baudrillard) para la divulgación y sedimentación de sus reglas culturales.
El foco de atención navideño fue desplazándose de Jesucristo hacia San Nicolás, y mediante un proceso paulatino pero irreversible de caricaturización, de San Nicolás a Santa Claus, que fue primero duende, después elfo y finalmente un señor viejo y barrigón que visitaba los hogares de los niños buenos para dejarles regalos. En una sociedad donde “todo lo sagrado se profana”, al decir de Marx y Engels en El Manifiesto Comunista, los mercaderes fueron desligándose del contenido religioso para llegar a amplias mayorías con un relato de fantasía enajenante que también servía como opio popular.
“La nueva clase emergente, la burguesía que capitaneaba la industrialización, identificó en la Navidad un poderoso mito para la divulgación y sedimentación de sus reglas culturales”.
Un ejemplo claro de la Navidad como dispositivo ideológico liberal está en A Chistmas Carol, de Dickens. Scrooge, el protagonista, es un anciano “avaro”, que insiste en no malgastar su dinero… o no gastarlo, en lo absoluto. La conclusión del relato da pie a la transformación del personaje, que se “salva” de su malsana actitud al identificarse con el espíritu navideño y ser generoso con la familia de su subordinado, Bob Cratchit. No obstante, cada uno celebra por separado, con sus familias: los ricos y los pobres se quieren pero no se confunden; juntos pero no revueltos.
En la misma lógica de Dante Alighieri, que coloca a avaros y pródigos en el mismo círculo del Infierno, el relato de Dickens refuerza la noción liberal de una solidaridad que consiste en dar algo de lo que sobra, pero sin redistribución de riqueza ni cuestionamiento de la jerarquía clasista. O sea, estimula el consumo, el gasto, pero no la nociva prodigalidad que puede llevar al pecado de despreciar las posesiones materiales.
Gerry Bowler, entusiasta navideño y autor de Santa Claus. A Biography, nos señala empero dos momentos fundamentales de su asunción por el ideario capitalista e imperialista. Primero, fue publicidad comercial: distintas empresas identificaron al personaje mitológico como un agente idóneo para promocionar sus productos. Coca-Cola no fue la primera pero sí la más importante y exitosa en ese propósito: universalizó las modernas características de Santa Claus, con sus colores rojo y blanco (los mismos de la compañía). Lo hizo a principios del siglo XX para promover la ingesta de refresco en invierno —bebida que hasta entonces se limitaba en su consumo a tiempos de mayor calor— y para impactar en una audiencia que siempre ha sido de las más redituables para el capitalismo: los niños.
Bowler nos habla también de un segundo momento, en el que Santa Claus se convirtió en gráfica para la propaganda de guerra, específicamente durante la Segunda Guerra Mundial, lo cual sin dudas selló la identificación cultural de ese mito comercial con la sociedad estadounidense. La religión del consumo y del reparto del mundo tenía un nuevo ídolo. Se volvía a “paganizar” la festividad y, amén de distintos focos de resistencia, la Navidad se convertía en una fiesta laica donde lo que importaba era la compra, las rebajas, la simulación de jovialidad, la alienación individual de un contexto material asfixiante.
Tras la caída del campo socialista y la transición global a un sistema unipolar, la hegemonía estadounidense (y de su particular modo de producción económico y espiritual) se hizo prácticamente incuestionable. Así, la Navidad se convirtió en una fecha de nieve y abrigos aunque en tres cuartas partes del mundo, para diciembre, ni nevara ni hiciera frío; una fecha de regalos y cenas fastuosas aunque millones murieran de hambre en distintas latitudes del orbe y la clase trabajadora internacional, casi de manera unánime, luchara por llegar a fin de mes.
Es en ese contexto que comienza a operar un resurgimiento del “espíritu navideño” en Cuba. María del Pilar Díaz Castañón, en su libro Ideología y Revolución, recuerda que al inicio del proceso revolucionario no se abandonó del todo esta festividad. En el Diario de la Marina, en 1960, se enarbolaba la consigna “feliz revolucionariamente en Pascuas de Cuba libre”. En la Bohemia de 1962 la consigna sería “Primeras Navidades Socialistas”. El auge de la Guerra Fría y el asedio estadounidense a nuestro país llevó a un desentendimiento radical de todas esas tradiciones, preservándose la cena de Nochebuena, pero sin tintes religiosos ni navideños en la mayoría de los hogares. La crisis de los 90 llevó a una mayor influencia de las iglesias en la sociedad y también a una lenta pero irrefrenable tendencia a mimetizar los patrones culturales de la comunidad cubana en Estados Unidos.
“La Revolución, en tanto proyecto alternativo no solo para los modos de producción material sino también para la forja de una conciencia nueva, se encuentra con la Navidad ante una encrucijada cultural compleja”.
La estrategia de la dirección del país fue el diálogo y la comprensión. La visita a Cuba del Papa Juan Pablo II trajo como feliz consecuencia el feriado del 25 de diciembre y se trasmitieron por televisión misas y ceremonias católicas. No obstante, la proliferación de símbolos y disfraces navideños en centros gastronómicos e instituciones estatales fue combatida y denunciada, en tanto se entendía esto conectado más con la sociedad del consumo y no con la religiosidad (cosa que parece obvia pero que para muchas personas no lo es).
Rasgos de esa “cultura cautiva”, como le llamaba Moreno Fraginals, comenzaron a generalizarse en la sociedad cubana, a contrapelo de la voluntad política. Con la privatización de sectores de la economía que comenzó a finales de la primera década del siglo XXI, el ideario del consumo mercantilista ganó amplios espacios, en tanto sirvió de asidero para los nuevos emprendedores y empresarios. El gorro navideño, las guirnaldas, las luces, las ofertas especiales, empezaron a plagar casi todos los establecimientos privados. Figuras inflables de Santa Claus o incluso proyectos que comercializaban disfraces o actores que interpretaran a ese personaje empezaron a hacerse comunes en Cuba.
La Revolución, en tanto proyecto alternativo no solo para los modos de producción material sino también para la forja de una conciencia nueva, se encuentra con la Navidad ante una encrucijada cultural compleja. ¿Se debe enfrentar esta seudocultura mercantilista con la denuncia y la censura? ¿Cómo hacer que los ciudadanos cubanos no se arroben con los mitos capitalistas que promueven el consumo y la frivolidad? ¿De qué manera salvar a Cuba de los falsos ídolos de la alienación y el cretinismo?
En Venezuela, donde se sigue abriendo camino el proyecto de la Revolución Bolivariana, las Navidades son un tiempo de importancia no solo para las dinámicas populares o comerciales sino también para el discurso político. El gobierno de Maduro ha encontrado en la Navidad un momento de comunión, de alianza para el país, sobre todo ante una amenaza exterior. Y es válido decir que, en paralelo a los símbolos clásicos del consumismo, coexisten formas muy autóctonas de celebración navideña, como el celebérrimo intercambio de hallacas.
Quizás en Cuba debamos pensar con la claridad —la lucidez del cinismo— que tuvo la Iglesia Católica en el siglo IV. Despejemos de la ecuación las “falsas necesidades” (como las señalara Herbert Marcuse) que promueve el consumismo e identifiquemos las razones prístinas de toda celebración humana: el afán de compartir, de celebrar; el tiempo para el hogar, para la familia, para los amigos. Hallemos los resortes que pueda compartir toda festividad con los valores que intentamos rescatar, promulgar y solidificar con el socialismo. Busquemos la manera de metabolizar la Navidad —o Halloween, o cualquier otra festividad por el estilo— de manera que tributen a nuestros propósitos.
“Las necesidades de socialización y entretenimiento están ahí: resolvámoslas de modo que no nieguen nuestra historia ni nuestra identidad cultural”.
Feriados, espacios de socialización, fiestas… nada tienen de malo. Debemos ahorrarnos el ridículo de los atavíos invernales en un país de “eterno verano” y el culto a personajes que nada tienen que ver con nuestra idiosincrasia; debemos pensar en términos de unión familiar, de celebración de la amistad, y no del obsequio obligatorio, la malacrianza y el arrebato consumista. Las necesidades de socialización y entretenimiento están ahí: resolvámoslas de modo que no nieguen nuestra historia ni nuestra identidad cultural.
La asimilación crítica de todo proceso cultural es y seguirá siendo nuestra mejor arma de resistencia. Por supuesto, no se agota en lo ideológico la posible (y nefasta) influencia del “espíritu navideño liberal”. La existencia de diferencias clasistas, que se profundizan con la crisis económica, coadyuva a la permanencia y proliferación de códigos culturales ajenos e incluso enfrentados al modelo socialista. Si hay personas en Cuba viviendo como burgueses, ¿cómo impedirles que imiten a sus iguales de mayor experiencia y caudal? La mímica de la burguesía subalterna, “costra tenaz del coloniaje”, como diría Rubén Martínez Villena, no se resuelve solo con debate y discurso crítico, sino con la transformación revolucionaria de la estructura social, en la que hemos enfrentado retrocesos muy significativos.
De modo que la polémica por la Navidad no se agota en la Navidad misma, sino que —de la misma manera en la que Santa Claus es la forma fetichizada del consumismo— oculta otras preocupaciones, más raigales y trascendentales. El problema no es la persistencia de este u otro símbolo, sino la posibilidad de que ello sea síntoma de la capacidad de una clase emergente de transformar el escenario nacional a su imagen y semejanza, y que con ello se eche por la borda décadas de lucha por construir “otra cosa”. El problema no es la Navidad o Santa Claus, sino la (todavía) hipotética posibilidad de que Cuba vuelva a ser un país “normal”, donde cada diciembre los ricos se hagan más ricos, y los pobres más pobres, pero todos felices para la postal.

