Según los Evangelios, la primera vez que Jesús visitó Jerusalén no pudo reprimir la explosión de ira al ver cómo el principal Templo de Israel, reconstruido por el rey Herodes, había sido convertido en una feria comercial.  

Era víspera de la Pascua, festividad judía que conmemora la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud en Egipto, cuando en vez de hallar sobre el monte Moriá un sagrado espacio de culto, tributo y oración, lo que vio fue un hatajo de negociantes vociferando sus mercancías.

Agarró entonces un látigo y empezó a golpear cabras y ovejos, a expulsar vendedores y a volcar mesas de cambistas, al tiempo de llamarles ladrones y recordarles oportunos pasajes de los profetas.

La irritación de Jesús, un pacifista por excelencia, pareciera hoy propicia para preguntarnos cómo fue que la Navidad cristiana dejó de ser un ceremonial de amor y recogimiento familiar, para convertirse en una temporada de materialismo comercial, prácticamente despojada de su original espiritualidad.

Más aún, cómo una festividad que celebra el nacimiento de Jesús, cuyo ejemplo de vida privilegia la moderación y el amor, terminó siendo una vulgar pasarela para promover el lucro y ostentar el frívolo estatus.  

“…cómo fue que la Navidad cristiana dejó de ser un ceremonial de amor y recogimiento familiar, para convertirse en una temporada de materialismo comercial, prácticamente despojada de su original espiritualidad”.

Hoy la Navidad ya no transcurre sobre todo en la casa, alrededor de una mesa que pudiera ser más o menos modesta, pero en la que primará la concordia y el calor familiar. No proseguirá luego en la sala, donde nos acordaríamos de otros momentos felices, riendo y celebrando muy cerca de un arbolito que, con la escenografía del pesebre, recordará una grandeza que sobre todo nace del espíritu.

Hoy la Navidad es industria, especulación, apariencia; todo cuanto promueva el consumo, el egoísmo, las diferencias sociales. Así, ya el prójimo va dejando de ser prójimo para convertirse en el cliente, el ajeno consumidor. Alguien a quien no se mide por la diáfana mirada y la bondad del pecho, sino por la calidad de sus joyas y la abundancia del bolsillo.

Del arbolito ya no solo cuelgan luminarias simulando la noche estrellada y el lucero guía de Belén, ahora sobre todo cuelgan bellas cajitas de regalos, con sus lazos y sus envolturas brillantes. Hasta en el diseño de los regalos predomina el estereotipo: envoltura roja, cinta amarilla, lazo esmerado. Es la creatividad como cliché.

Unos regalos que simbólicamente llegarían en el trineo de Santa ―ese gordito simpático cuyo boceto moderno fue ocurrencia comercial de la Coca Cola— pero, en realidad, no se trata de sorpresas sin costo alguno, y llegadas desde el polo norte, habrá que adquirirlos a cuenta de la deuda o el arduo agujero del presupuesto familiar. 

El capitalismo ya no celebra el nacimiento de Jesús, en Navidad se celebra a sí mismo. Es la sacralización del comercio y la rentabilidad; es la cultura del tener sobre la del ser.   

Jesús, que convivía entre los pobres, y dijo que primero pasaría un camello por el hueco de una aguja antes que un rico al Reino de los Cielos, ahora vería cómo en su nacimiento sobre todo festejan los ricos, con sus regalos costosos y sus celebraciones elaboradas, mientras los pobres son excluidos de la “nueva tradición”.

“El capitalismo ya no celebra el nacimiento de Jesús, en Navidad se celebra a sí mismo”.

Ahora los megaconsorcios cumplen el papel de la Iglesia. Ya el paraíso no es ese mítico Jardín del Edén, para alcanzarlo hay que consumir en los grandes centros comerciales. 

En Cuba no tenemos Amazon, Walmart ni Target para el detalle de qué es navideño y qué no. Tampoco tenemos Omnicom, Interpublic ni Ogilvy que nos definan ritos y liturgias. Sin embargo, la logística necesaria nos llega en mulas, y los “credos” vía redes sociales.

Al paso que vamos, la tradicional yuca con mojo pronto la estaremos condimentando con salsa de arándanos. Así las cosas, todavía muchos cristianos siguen rezando por la venida de Cristo; pero supongo que tales oraciones no gusten a los mercaderes del Templo. Quizá esto explique por qué en Navidad no solemos regalar látigos.