La neocolonialidad no se apropia de un territorio, sino de los hombres y las mujeres que habitan un territorio, de sus mentes, de sus almas, y las pone al servicio de intereses ajenos. Existe en el sumiso trabajador que aspira a ser (y a comportarse) como el patrón; en aquellos que, agobiados por la condición miserable de sus vidas, han cedido el derecho a pensar y actuar a favor de quienes los mantienen en esa condición. En los gobiernos autodenominados democráticos —democracia ha sido el nombre que usurpa el capitalismo para legitimar la explotación de sus trabajadores y a veces, de los de otras naciones; concepto cada vez más vacío, porque sus normas funcionaron en el pasado, pero hoy son ignoradas por ineficaces— la alternancia en el poder es el truco que simula el movimiento: una derecha, un centro y una izquierda, que ofrecen cada cuatro o cinco años rostros risueños, palabras altisonantes y promesas divinas, para mantener inalterable el status quo, la explotación.
El que tenga dudas, y todavía insiste en pensar por sí mismo, puede estudiar el caso de Chile o el de España. Sí, Boric y Kast son diferentes, porque ajustan el nudo en la garganta más cerrado o más abierto (es mejor el nudo más abierto, supongo) y mantienen o suprimen conquistas sociales que no afectan o facilitan el funcionamiento del sistema, y el primero ofrece pequeños cambios de sentido común que cumplirá a medias, para que el segundo los derogue de inmediato la próxima vez que sea elegido. Pero ¿quiénes eligen? Me estremeció un breve video de TikToc: un reportero malicioso le enumeraba a un joven argentino que votaba por primera vez, las medidas que cercenarían sus derechos; ante cada una de ellas, el muchacho casi instintivamente manifestaba su rechazo. Entonces, el reportero lanzó la pregunta: ¿por quién votarás? Por Milei, dijo decidido. Pero él dice que implementará esas medidas, replicó el entrevistador, aún así, ¿votarás por Milei? Sí. ¿Por qué? Para cambiar. Quiero un cambio. ¿Qué quieres que cambie? No sé, quiero un cambio, dijo ya molesto. Ciertamente, Alberto Fernández no cambió nada.
“La neocolonialidad no se apropia de un territorio, sino de los hombres y las mujeres que habitan un territorio, de sus mentes, de sus almas, y las pone al servicio de intereses ajenos”.
La primera idea neocolonial es sencilla, el capitalismo la recuperó de la simbología feudal: el sistema es eterno, se reproduce por leyes naturales (o divinas), entrega a cada cual lo que merece y los fuertes prevalecen. Hay izquierdas muy funcionales y otras más consecuentes, que intentan cambiar o disminuir los lazos de dependencia al imperialismo, y se solidarizan con los vecinos que anhelan lo mismo. Estas sí son peligrosas: el piso de la dependencia no solo sostiene a las oligarquías antinacionales y corruptas, es la argolla que engarza la cadena trasnacional imperialista. Esos gobiernos son calificados de comunistas, aunque disten mucho de serlo, y derrocados con la ayuda de los vitalmente interesados en mantener el status quo y de las mentes neocoloniales, que no son pocas. Boric se cuidó mucho de ser etiquetado como enemigo del imperialismo y se ocupó más de distanciarse de Maduro y de Cuba, que de resolver los reclamos de su pueblo. Pero entonces lo derrocó el voto mayoritario de los que quieren cambios, y no saben cuáles.
La neocolonialidad no solo se inocula como un virus en la mente de los pueblos dependientes. También la sufren las clases populares de los países que ejercen el control, porque este no es uniforme: sus pobres pueden luchar y morir en el Medio Oriente para defender el control que sus gobiernos ejercen, pero no participan de él. Cuentan, entre esos pobres, los millones de emigrados neocolonizados que quieren ser aceptados por la metrópolis, ser como los colonizadores. Creen que la supuesta gloria del poder los incluye. “Hagamos a América grande otra vez”, dice Trump. ¿Grande?, ¿para quién? La reproducción cultural del capitalismo necesita la colonización de los cerebros, tanto de los propios como de los ajenos. En este sentido, lo que llamamos subversión, en sentido cultural, es parte de la reproducción simbólica del sistema a nivel global, aunque algunas de sus variantes sean concebidas expresamente para derrocar gobiernos que no se someten.
Pero la neocolonialidad en los países dependientes afecta directamente la autoestima nacional, la conservación de sus valores y tradiciones culturales. Nos impele a ser como el opresor; mirar el mundo con sus ojos, celebrar o seguir las tradiciones festivas o deportivas del colonizador, significa incluirse, empezar a ser parte del mundo visible, donde otros viven mejor; escapar de la miseria y la oscuridad a la que nos condena el subdesarrollo (y el bloqueo); apartarse de lo local, adquirir la validación de lo universal que encarnan las películas, los videos, los grandes espectáculos, donde se eleva a ese plano lo nacional metropolitano.
“…la neocolonialidad en los países dependientes afecta directamente la autoestima nacional, la conservación de sus valores y tradiciones culturales”.
Hay, por supuesto, desgracias insuperables: el color de nuestra piel, por ejemplo, o el hecho de que no nieve en el Trópico. Para esto último existe remedio: se coloca algodón al pie del árbol de Navidad, que muchas veces es de plástico, porque es una especie de pino que no existe o no abunda en nuestras tierras (también algunas oligarquías los importan del Norte). Para eso algunos trabajadores de las mipymes y también de los centros estatales en Cuba se colocan el gorro navideño, propio de países fríos. Y un Santa Claus inflable (los Tres Reyes Magos desplazarían al Dios-mercado y recolocarían al Niño Jesús como centro simbólico de la festividad) aparece sonriente en los establecimientos públicos, como símbolo de adelanto, de modernidad. We are the World, somos parte de aquel mundo, en inglés. Pero la modernidad que se nos vende es la de Miami, no la de New York. Lo del color de la piel y la textura y el color del cabello, es un capítulo formalmente superado: el sistema tenía que lidiar con lo inevitable, y aceptar la diversidad física de los colonizados. Así surgieron las Barbie mestizas y negras, a cambio de que abandonasen las caderas y las formas excesivamente voluptuosas que predominan en el Sur.
El bloqueo ofrece resultados medibles. La angustia que generan los largos apagones, es calmada como la sed en las calles iluminadas del Norte, del país que los provoca. Sálvese el que pueda. Que el “diferendo” político entre gobiernos (el deseo confeso y mantenido durante siglos de engullirnos como nación), lo arreglen los gobiernos. El neocolonizado venera al neocolonizador: ellos son mejores en todo —no conocen, no recuerdan, las victorias del pequeño David ante Goliath— como deportistas, músicos, actores y científicos. Solo encuentra validación en ellos, si obtiene un Oscar o un Grammy, acaso si los publica la Editorial Planeta y los entrevista El País, para no mencionar al New York Times. Está dispuesto a asumir la nacionalidad del agresor, y en este sentido, aunque no lo diga ni lo piense, es un potencial anexionista. La angustia de las carencias, como decían los ideólogos del bloqueo, termina por convencer a los neocolonizados de que es preferible ceder, entregar las riquezas, renunciar a la soberanía del país a cambio de un poco de luz, de bienestar personal. El cambio (la luz), puede significar la destrucción del país. Y aparecen los pobres que exhiben sin pudor, sin conciencia de sí, camisetas con la bandera estadounidense, que exclaman ante las cámaras “my president is Trump”.
“Desde Céspedes hasta Fidel, la historia de la isla irredenta confluye en un punto: la toma de conciencia ante el peligro que significa la cercanía y las apetencias del poderoso vecino”.
Por suerte, la breve historia de Cuba marca una línea roja continua, que expresa su voluntad de ser: el anticolonialismo y el antineocolonialismo (antimperialismo). La mirada en las colonias suele perderse en los referentes impuestos. Por eso José Martí defiende al hombre natural frente al letrado artificial, y refuta la tesis de que la civilización y la barbarie se enfrentan en tierras americanas. En un párrafo crucial desnuda y derriba los conceptos: “El pretexto de que la civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena le dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea”.
Desde Céspedes hasta Fidel, la historia de la isla irredenta confluye en un punto: la toma de conciencia ante el peligro que significa la cercanía y las apetencias del poderoso vecino. Pero las ataduras neocoloniales no se tejen solo de falsos argumentos, en ellas inciden las emociones y los estados de ánimo. El choque entre aquellos que Martí llamó “sietemesinos” y los hijos e hijas de profundas raíces, resurge en épocas difíciles. La batalla continúa. “Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas”, advertía Martí en su texto fundacional “Nuestra América” (1891). No lo olvidemos.

