Las que siguen son unas líneas precipitadas, mediadas por un sentimiento de respeto, fidelidad, gratitud y consternación; unas líneas torpes, nada elocuentes en su intento de relatar y sugerir. Estos pensamientos se debaten entre la pasión y el discurso que se pretende ordenado y racional; entre la imagen ideal o la belleza intrínseca de una Pietà que carga a su hijo entre los brazos, y la necesidad de compartir un testimonio sobre el deber impostergable de preservar un legado intelectual rebosante de vitalidad y lucidez, imprescindible en la reconstrucción de los procesos críticos que han modelado la cultura cubana de entre siglos.

“Un legado intelectual rebosante de vitalidad y lucidez”.

No me detendré en el recuerdo del amigo, prefiero seguir el trayecto de la memoria, como un juego inconcluso entre él y yo, y evitar que estos párrafos destilen un tufo a panegírico. Tampoco me referiré al crítico cinematográfico, al espectador insaciable, pues en el contexto de esta publicación sería atrevimiento o ingenuidad. Sin embargo, creo oportuno hablar y recuperar otras facetas esenciales: el crítico de arte, el editor, el investigador cultural y, fundamentalmente —la que quizás ha influido más en mi generación—, el profesor y tutor académico, el compañero de viaje perfecto durante la aprehensión, gestión y producción del conocimiento.

La historiografía sobre el arte cubano contemporáneo estaría inconclusa, tal vez extraviada, sin textos en los que Rufo Caballero cartografió y amplificó, con elocuentes metáforas, la producción simbólica insular de las décadas recientes, como “Las apostillas del maniaco”, “Con la sutil elocuencia del sosiego”, “Los recuerdos del cómplice” o “Los recodos de la tempestad”; o sin los monográficos que contribuyeron a expandir el sentido en las poéticas de tantos artistas, especialmente durante los años 90, en que acontecía un giro epistemológico en las nociones creativas en Cuba, donde se precisaban renovadas dinámicas críticas y de escritura, frente al hecho estético.

“La historiografía sobre el arte cubano contemporáneo estaría inconclusa, tal vez extraviada, sin textos en los que Rufo Caballero cartografió y amplificó, con elocuentes metáforas, la producción simbólica insular de las décadas recientes”.

Por otra parte, ensayos como “Allí, el espacio en el arte cubano contemporáneo” o “Sano y sabroso, el borde deseando”, por apenas citar dos ejemplos emblemáticos, introducen algunas de las problemáticas y discursos implícitos en las representaciones e imaginarios de las artes visuales cubanas, al tiempo que les sitúan en el escenario global de las prácticas artísticas contemporáneas y los estudios visuales. Pero en el cuerpo escritural que conforma la obra de Rufo Caballero, resultan ineludibles algunos pasajes donde cohabitan el humanista, el científico social y el visceral e instintivo “socio” de barrio, sagaz conocedor del laberinto de nombres, costumbres y calles de La Habana. Cómo no reconocer en “Bailarina en la oscuridad. Una teleología de la resistencia en el entorno social y estético del cubano hoy” a alguien cuya ética como individuo le llevó a ser consecuente con su producción intelectual, a diluir con hechos, las añejas dicotomías y absurdas polaridades entre “alta” y “baja” cultura, anulación que en otros muchos casos apenas se incorpora al discurso desde la corrección política. Es preciso recordar al Rufo Caballero de América clásica, un paisaje con otro sentido, inoculando la polémica y sacando del letargo la interpretación de fuentes que ya creíamos agotadas.

“Supongo que sería un privilegio impagable estar, semanas tras semanas, frente a un profesor cercano y provocador como Rufo Caballero”.

Ya a inicios de los años 90, Rufo era un compañero habitual dentro de mi mochila, protegido con celo entre las páginas de Unión, La Gaceta de Cuba o Revolución y Cultura; los jóvenes críticos que emergimos a finales de los 90 y principios de esta década, agradecemos su labor editorial y apertura a nuevas firmas en esa publicación. Sin embargo, no le conocí personalmente hasta el año 2000, cuando —por recomendación de Magaly Espinosa y Yissel Arce— permitió, en un gesto altruista, que una tarde de sábado invadiera su hogar con un manuscrito que me devolvió lleno de correcciones y advertencias, asumiendo con ello el pacto tácito de convertirse en mi tutor de tesis y mentor profesional. Como yo desde entonces, imagino que otros estudiantes agradecieron posteriormente su retorno a las aulas de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Supongo que sería un privilegio impagable estar, semanas tras semanas, frente a un profesor cercano y provocador como Rufo Caballero, cuya “sinceridad suele ser escandalosa”.

Las preguntas que deseo compartir en este contexto versan sobre el futuro: ¿qué haremos para continuar el diálogo con Rufo Caballero?, ¿qué responsabilidades competen a quienes aprendimos con él y le conocimos, a las instituciones cubanas y, en definitiva, a todos los actores sociales dentro de la esfera de la cultura que hemos adquirido un compromiso con la producción y el intercambio de conocimientos, con la investigación artística y el pensamiento científico sobre el arte?, ¿existirían fórmulas vivas para preservar su biblioteca, sus archivos, sus investigaciones pendientes, su obra?, ¿qué modelos y espacios posibles para la reconstrucción de la memoria —al margen de los anquilosados formatos de premios, fundaciones, museos y otros especímenes apologéticos— podrían coexistir con un pensar y hacer transgresor, “lateral”, irreverente y subrepticio como el de Rufo Caballero?, ¿cómo incentivar la labor pedagógica y el escrutinio de la imaginación que tratan de inocular sus palabras? ¿Cómo negociar productivamente esta nostalgia? No es tiempo para las lágrimas, es hora de actuar.

Texto incluido en el dossier homenaje a Rufo Caballero, publicado en el número 179 de la revista Cine Cubano.