Aunque el centro, el motor y la mayor motivación de la vida de nuestra legendaria bailarina Alicia Alonso estuvieron en el mundo de la danza, en ella se hizo válida siempre la sentencia del pensador romano Terencio de que “nada humano le fue ajeno”. Los que tuvimos el privilegio de su cercanía sabemos cuán amplio fue el registro de sus intereses, tanto para su vida profesional como personal, porque más allá de la danza, arte que vio siempre como un medio de comunicación entre los seres humanos, le apasionaron la anatomía y la fisiología del cuerpo humano, la psicología, la investigación y el desarrollo de la ciencia o los misterios del cosmos, por solo mencionar los más recurrentes en sus temas de conversación.

“Ella amó los deportes, de manera especial aquellos que conjugaban el esfuerzo y la destreza física con la belleza de una estética corporal”.

Lo más curioso era que, mientras los abordaba, de pronto podía asombrarnos con experiencias o vivencias al respecto, lo mismo sus diálogos con el sabio británico Alexander Fleming, descubridor de la penicilina, a quien agradeció personalmente la salvación de su hija Laura de una aguda infección; los diálogos sobre los enigmas del cosmos, sostenidos con los cosmonautas soviéticos Valentina Tereshkova y Vladimir Shatalov; sobre sus experiencias como espeleóloga, junto a su gran amigo Antonio Núñez Jiménez, o sus conversaciones con Fidel acerca de la importancia de los ejercicios, tanto para el rendimiento deportivo como para el cuidado de la salud.

Alicia en el Latinoamericano.

Un muy apreciado amigo, el Dr. Félix Julio Alfonso, historiador y profesor universitario de alto fuste, muy interesado en la historia y trascendencia del béisbol en la cultura cubana, me ha hecho llegar, muy gentilmente, un nuevo testimonio de las “sorpresas” que todavía Alicia nos sigue dando. Son dos fotos de ella presenciando, muy concentradamente, un partido de pelota en el hoy estadio Latinoamericano, en el barrio capitalino del Cerro. Me ha sorprendido mucho ver esas fotos por dos razones, la primera porque en mis 51 años a su lado nunca me dijo, ni le oí decir, que había ido a ver un juego de pelota a ese estadio y porque como biógrafo suyo, nunca vi esa foto publicada en ningún órgano de la prensa cubana, aunque la revisé exhaustivamente durante años.

Ella amó los deportes, de manera especial aquellos que conjugaban el esfuerzo y la destreza física con la belleza de una estética corporal. Vimos juntos en la TV la carrera de Alberto Juantorena en Montreal 76 y recuerdo que me decía: “Si no corrige la espalda pierde la carrera, tiene que lanzar la pierna adelante, inclinar la espalda hacia atrás, como hacemos nosotros para lograr un grand jeté”. Y como si hubiera telepatía así lo hizo el bicampeón. Muchas veces los tres hemos comentado esa anécdota y “el Elegante de las pistas”, se reía cuando ella le decía: “te me escapaste, porque podías haber sido un estupendo bailarín”. A Ana Fidelia Quirot la admiró, además, por su coraje, y cuando llevé a Dayron Robles a conocerla le dijo: “Me resulta simpático cuando te golpeas la cabeza cuando ganas, pero ¿sabes una cosa, campeón? lo difícil no es ganar sino mantenerse”. Y él, con los ojos aguados, solo atinó a decirle, cubanísimamente: “Es mucha verdad. Usted lo ha demostrado. Gracias y siga bailando hasta que se seque el Malecón”.

Alicia y Alberto Juantorena.

Poco hemos podido conocer sobre las dos fotos. Fueron tomadas por un fotógrafo llamado B. Castillo (según cuño al dorso) y pertenecen al coleccionista Luis Díaz, quien gentilmente obsequió las copias a Félix Julio. Por el vestuario y peinado parecen haber sido tomadas en la década de 1960, o a principios de la de 1970, siempre antes de su operación de la vista en Barcelona, en octubre de 1972.

Dayron Robles.

¿Qué puedo añadir, además de la curiosidad y el asombro? Recordar que Alicia usaba términos beisboleros en situaciones puntuales, como: “No lo dejé llegar ni a primera”; “Ella ponchó”, “Que se vaya al banco y espere su turno al bate”, “No bateó ni fu ni fa” o “Partió el bate”. Me parece escucharla diciéndome muy risueña. “Ja, ja, Miguel, y tú que creías, como historiador, saberte todo lo mío”.