“Coleccionar fotografías es coleccionar el mundo”, escribió Susan Sontag. Con su invención, la imagen se convirtió en “un objeto, ligero, de producción barata, que se transporta, acumula y almacena fácilmente”. Así ha sido desde 1839 cuando comenzó el inventario de lo fotografiado.

La fotografía vendría a aportar uno de “los objetos más misteriosos que constituyen, y densifican, el ambiente que reconocemos como moderno”, pues resulta, en efecto, “experiencia capturada” y portadora de un nuevo código visual. “Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión”, cuyo resultado más imponente —subraya la ensayista en ese clásico que es Sobre la fotografía— es darnos la impresión de que podemos “contener el mundo entero en la cabeza, como una antología de imágenes”.

“Cada familia construyó (y lo sigue haciendo) ‘una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos’”.

En esta “antología” —que democratizó las experiencias traduciéndolas a imágenes— el ser humano ha sido, si no el más fotografiado, sí parte importante de este “cuerpo visual”. Tanto así que la “conmemoración de la familia” es el primer uso popular de la fotografía.

Cada familia construyó (y lo sigue haciendo) “una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos”. La fotografía se transformó en rito de la vida familiar, para conmemorar y restablecer simbólicamente sus pautas. Hoy —mientras observamos las imágenes del álbum familiar o coleccionamos piezas que ofrecen una conexión visible con la época en la que fueron realizadas, permitiéndonos vislumbrar el ayer de una manera auténtica e íntima— sus huellas espectrales constituyen la presencia tangible del pasado, anclada a las páginas de la memoria.

En ese inventario estamos frente a rostros que nos observan desde el umbral del tiempo: rostros que miraron a aquel objeto moderno, maravilloso y cargado de misterio que era la cámara fotográfica; rostros que observaron también al fotógrafo que les indicaba cómo colocar la mano, dónde el rostro, qué sostener entre los dedos… Rostros que fueron, además, mirados y atrapados, pues “fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”.

“Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”.

La imagen fotográfica es, al mismo tiempo, imagen histórica y sociológica, mapa abierto en conversación con el pasado desde el presente; cuando recostado al mueble como elemento de apoyatura y con el sombrero o el libro como signo de distinción y/o educación, el fotografiado se deja atrapar por la imagen y su rito.

Los muebles de mimbre de cuidadoso trenzado acompañan, como reflejo de la moda, la belleza del vestido femenino y de su portadora. La inocencia de los primeros años es también el elegante caballito de madera que, entonces quieto, ahora comienza a balancearse y trotar.

La familia —quizá aún temerosa del poder de la cámara para “atrapar el alma”— se reúne, posa y sonríe con los zapatos blancos ella y la mejor corbata, él. Todos esperan ansiosos tener en sus manos las imágenes que llevarán cerca, las mismas que obsequiarán al ser querido como “pruebas de cariño” para palpar el recuerdo del otro, pues poseer la fotografía, de alguna manera, es también apropiarse de esta imagen y de quienes la “habitan”. Atesorarlas. Insuflarles vida.

“La imagen fotográfica es, al mismo tiempo, imagen histórica y sociológica, mapa abierto en conversación con el pasado desde el presente”.

Hagamos nuestro —en este diálogo con el pasado fotográfico en Pruebas de cariño, exposición inaugurada como parte de Babel, en Romerías de Mayo— este inventario de la memoria que alguien ayer (y hoy) atesoró e intentó “salvar” del tiempo y su indetenible paso. 

(Palabras de inauguración de la muestra fotográfica Pruebas de cariño, expuesta en el Complejo Cultural Teatro Eddy Suñol, de Holguín, el 2 de mayo de 2024, como parte de Babel, evento de las artes visuales en las Romerías de Mayo, esta vez en su XXXI edición).

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