Cuando José Martí escribió a su amigo Manuel Mercado el 18 de mayo de 1895, a pocas horas de su caída en combate, no sospechó que legaría a la posteridad la esencia de su pensamiento político. En dicha carta, inconclusa por demás, plasmó de manera resumida su visión geopolítica del continente americano, y el papel que Cuba debía asumir frente al peligro expansionista proveniente del Norte.
Durante su estancia en los Estados Unidos, a medida que Martí fue conociendo y profundizando en las peculiaridades de su sistema político y social, empezó a percatarse de lo que se estaba gestando dentro de los círculos de poder estadounidenses. Se estaba convirtiendo rápidamente en una potencia industrial con posibilidades a corto de plazo de ejercer influencia más allá de sus fronteras. América Latina era, de acuerdo con los postulados de la Doctrina Monroe, su zona natural de expansión, como una especie de propiedad parcelada donde las naciones europeas quedaban excluidas. Conforme iba fortaleciéndose, se hacía más palpable el carácter expansionista de su política exterior, centrando su mirada en esos momentos en controlar la zona del canal que se planeaba entonces construir en Panamá, el Pacífico y las zonas del sur de sus fronteras, es decir, las Antillas, Centroamérica y México.
Luego de salir victorioso el Norte industrial en la Guerra de Secesión, el desarrollo económico estadounidense generó en poco tiempo una saturación de capitales y mercancías que no tenían cabida en el mercado interno, por lo que había que buscar fuera de sus fronteras nuevas oportunidades de inversión y nuevos receptores de sus productos, desde donde continuar produciendo más riquezas. América Latina ofrecía, de este modo, grandes cantidades de recursos naturales y humanos con los que se podía obtener a bajo costo materias primas y pingües ganancias a partir de la introduciendo de sus manufacturas.

Estados Unidos no hacía otra cosa que lo que Europa estaba practicando en África y Asia. Mientras las potencias europeas fueron apropiándose de grandes terrenos para sus futuras colonias, América Latina era sometida a un nuevo tipo de dominación donde el capital foráneo dictaba sus reglas. En las guerras del Pacífico (1879-1884) y del Paraguay (1864-1870) el capital inglés desempeñó un rol protagónico, en su afán de controlar los yacimientos de salitre de Antofagasta y aplastar el único vestigio de autodeterminación y desarrollo económico que por sus propios medios había alcanzado. Latinoamérica, empobrecida por décadas de guerras civiles y corrupción, debilitada por la inestabilidad política y fragmentada socialmente por un sistema regido por normas exóticas de inspiración europea y norteamericana, era una presa fácil.
En medio de este escenario cambiante y convulso se encontraba el joven patriota cubano que, con la agudeza política que fue adquiriendo con los años, fue desenterrando las esencias más allá de lo evidente: “Lo real es lo que importa, no lo aparente. En política lo real es lo que no se ve”, afirmó una vez, en su crónica sobre la Conferencia Monetaria de las repúblicas de América [1]. El ejercicio del periodismo y la constante atención a los acontecimientos internacionales por medio de la prensa, le dio la posibilidad de captar de manera crítica la realidad de la sociedad norteamericana y la dinámica de las relaciones internacionales, integrando estos elementos en su análisis y adquiriendo desde la totalidad una comprensión más profunda de los hechos.
“Latinoamérica, empobrecida por décadas de guerras civiles y corrupción, debilitada por la inestabilidad política y fragmentada socialmente por un sistema regido por normas exóticas de inspiración europea y norteamericana, era una presa fácil”.
Cuando el secretario de Estado James Blaine retomó en 1888 la iniciativa de convocar a una conferencia americana en Washington, el Apóstol cubrió los acontecimientos, dejando al descubierto ante la opinión pública los verdaderos objetivos de la delegación estadounidense y el peligro que representaba para las naciones latinoamericanas la aceptación de sus premisas.
El prestigio alcanzado como periodista y hombre de letras, así como su conocida postura contraria al hegemonismo norteamericano, influyeron en su designación de delegado de Uruguay en la Conferencia Monetaria de 1891, sitio desde el que desplegó sus habilidades discursivas y diplomáticas para contrarrestar las iniciativas de la delegación anfitriona. En efecto, Martí se adentró en el mundo de la diplomacia años antes tras ser designado cónsul de los países del Río de la Plata: Uruguay (1884) (1887-1891), Paraguay (1890-1891) y Argentina (1890-1891). El desempeño de sus funciones le aportaron conocimientos y experiencias que emplearía ágilmente en la Conferencia de 1891, logrando en compañía de otros delegados frustrar todo intento de subordinación, tanto comercial como política, de los países del sur hacia su vecino del Norte.

Para que su obra quedase completa, Cuba ocupaba un lugar clave en donde alcanzar la independencia plena garantizaría no solo la salvaguarda de la soberanía de los países latinoamericanos, sino el equilibrio del mundo: “(…) de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso” [2], anotó Martí en la carta a su amigo mexicano. La guerra que debía romper las cadenas del colonialismo español tenía que ser breve, humanitaria y necesaria. En opinión de Leonid Savin, Martí se proponía con la Guerra Necesaria la unión de todos los países antillanos (Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y Haití) en una suerte de contrapeso entre los intereses norteamericanos y las potencias europeas que competían por su presencia en esa región:
“Esta unión sin duda encontraría respaldo en los países interesados en la independencia de las Antillas españolas, como Argentina, México, los países centroamericanos y algunas potencias europeas como Inglaterra y Alemania que se veían amenazadas por el creciente auge del imperialismo estadounidense”. [3]
“(…) Martí se proponía con la Guerra Necesaria la unión de todos los países antillanos (Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y Haití) en una suerte de contrapeso entre los intereses norteamericanos y las potencias europeas que competían por su presencia en esa región”.
Martí comprendió y advirtió que, si el continente caía en manos de los Estados Unidos, este obtendría un poder tal que desnivelaría el equilibrio de poder. De ahí que fuera imperativo la unidad de todas las naciones latinoamericanas alrededor de una agenda común que le posibilitara negociar con Estados Unidos y las demás potencias en igualdad de condiciones. Más que la unidad entendida como creación de un Estado, señala Pedro Pablo Rodríguez, Martí enfatizó la actuación concertada entre todos los países [4]. Pero para llevarlo a cabo, los pueblos del Sur debían ser conscientes de su verdadera identidad, totalmente distinta a la América anglosajona, blanca y protestante.
Los políticos e intelectuales, responsables del destino de sus respectivos países, debían abandonar la mentalidad localista y ver más allá de sus fronteras una nación común que próceres como Simón Bolívar y Cecilio del Valle apoyaron. Debían abandonar la imitación de las costumbres y formas de pensar europeas, y adoptar en su lugar un accionar creativo que responda a las condiciones específicas de cada país.

Los hechos futuros no hicieron más que ratificar los temores de Martí. La intervención norteamericana en el proceso independentista y la constitución de una república formalmente independiente, pero sometida a la influencia norteamericana, creó un trampolín desde la que el gran garrote de Teddy Roosevelt impuso su voluntad en toda la cuenca del Caribe. La creación de mecanismos de control regional como la Organización de Estados Americanos (OEA) y la imposición y apoyo de regímenes afines a sus intereses, garantizaron su ascenso gradual desde el fin de la Primera Guerra Mundial como una potencia de primer orden, capaz de imponer su hegemonía por todo el mundo.
Hoy en día, con la multipolaridad tocando a las puertas, el llamado a la unión latinoamericana no ha perdido vigencia, aunque los objetivos hayan cambiado. Ya no se trata de detener a la poderosa nación norteña, sino de restringir su influencia en la región, que a pesar de la decadencia que está experimentando, persiste en su empeño de mantener su presencia ante la irrupción de nuevos competidores. La constitución de un nuevo actor político, capaz de construir agendas comunes desde las diferencias, restauraría el equilibrio mundial y afianzaría su imagen de interlocutor capaz de ejercer influencia en la arena internacional:
“Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas!” [5]
Notas:
[1] José Martí. Obras Completas. Tomo VI: Nuestra América, 1991, 158.
[2] José Martí. Obras Completas. Tomo IV: Política y Revolución 1895, 1991, 167.
[3] José Martí y la teoría del equilibrio de poder, 2022.
[4] José Martí y su concepto de equilibrio del mundo, 2016, 183.
[5] José Martí. Obras Completas. Tomo VI: Nuestra América, 1991, 15.