Donde las aguas del Jordán bañan

los campos agrestes del desierto.

Donde el olivo se alza con dignidad

como una promesa permanente de verdor.

Esa es Palestina la triste,

la vejada.

Están los templos repletos de palomas,

propicias para el sacrificio.

En infinitas lenguas llaman

a un mismo Dios,

pero él permanece silencioso.

Todas las piedras de Palestina tienen sangre sobre ellas.

Sangre antigua

como los pueblos que se mataron incansables

por esa franja de costa donde el salitre

pone un sello en los labios de los hombres.

Por eso toda agua es para ellos salada,

todo manjar resulta demasiado.

Pones la sal en el alma de los hombres,

Palestina,

extensión fértil del desierto,

tierra de pescadores,

de labriegos,

de hombres sabios

y mujeres que nunca mueren.

Nadie te entiende,

sino el que provino de tu seno.

El que tomó el café,

amó a una madre,

tuvo hijos.

El que besó la sal

y fue la sal misma de las olas,

la pequeña sal de los desiertos.

Sobre las piedras y la sangre

persistirá la vida.

No importa cuántas veces

degüellen las palomas en los templos,

cuántas pequeñas bestias arrojen a las llamas.

Cuando uno de tus hijos pruebe

los pequeños frutos del olivo

y descubra en ellos la sal,

estarás salvada, Palestina.

Y los que se marchan

no podrán deshacerse de tu nombre,

como un olor que llevasen a todas partes.