Quien debería hacer el elogio de un artista tan entrañable y versátil como quien nos convoca hoy, es Francisco López Sacha. Nadie mejor que él, con su oratoria enjundiosa y llena de adjetivos hermosos, sería capaz de comunicar toda la capacidad creadora y todo el amor que despierta este manzanillero. Ya que no es posible contar con su palabra, justamente porque le corresponde el sitio de escuchar el elogio que muchos estamos dispuestos a ofrecerle, no queda más opción que prescindir de su gracia, del tono peculiar de su voz, de su sapiencia siempre a flor de labios para balbucear lo que cada quien pueda, teniendo en cuenta que jamás estaremos a su altura de declamador excepcional.

En más de una ocasión he tenido el privilegio de hablar en público sobre nuestro homenajeado de hoy, y ya que me ha tocado esa suerte, además de algunas consideraciones nuevas, traigo un minicompendio de lo que ya he dicho, para lo cual permítaseme recordar la famosa sentencia de Alfonso Reyes: “Prefiero repetirme a citarme”.

No puedo precisar la fecha exacta en que lo conocí. Supongo que yo era demasiado joven: posiblemente no tenía aún carnet de identidad. Me parece recordarlo por primera vez en el portal de mi casa; acompañado de un joven cuya hermosura me dejó alelada. No estoy segura, pero creo que demoré un instante en permitirles pasar, porque a la edad que yo tenía entonces se suele padecer de una confusa vanidad mezclada con vergüenza. Claro, aquellos dos muchachos no habían tocado a nuestra casa pretendiendo conocerme ni cosa por el estilo. Lo supe por la gravedad con que miraron hacia el poco espacio de la sala que yo permitía ver, desde el umbral donde los retenía. El joven bellísimo que acompañaba a Sacha se llama Abilio Estévez. A partir de ese primer encuentro, cuya imagen viene a mí con un Sacha sin canas, pero con la misma jovialidad que ha mantenido a lo largo de los muchos años que han pasado, no he dejado de admirar muchísimas cosas buenas, que, al estilo machadiano, mantiene este personaje que gusta de otorgar grados militares a amigos, a escritores, a profesores y a compañeros, siempre que sean masculinos. Así, sin aspirar a que me regale un día el respeto que se le debe a los cabos, me dispongo a ofrecer mi visión de quién es Sacha para mí.

“No pretendo ser original si digo que, por norma, las relaciones amistosas tienen el secreto de hacer girar la balanza siempre a favor de las ventajas por sobre los inconvenientes. Cuando me detengo a pensar en Sacha amigo, por más que busco las desventajas, no encuentro ninguna”.

No me adentraré en intentos de crítica literaria (ya lo he hecho en varias ocasiones reseñando sus fabulosos libros), sino que hablaré más del Sacha persona, del amigo siempre dispuesto a ofrecer una conferencia de literatura, de música, de amor, de historia cubana, de marxismo, de comidas mexicanas o de cine, lo mismo sentado en un banco de parque, que en mi portal un día de cumpleaños, que durante una marcha del 1ro de mayo. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar que hace poco tiempo me dio por contar una a una las veces que Sacha menciona a Los Beatles en su obra (Senel preguntará en su Cielo con diamantes ¿cuál obra?) y francamente confieso que me cansé. Es cierto que a veces salpica esta fanática devoción suya, esta Beatlemanía crónica que sufre, con referencias a Paul Anka, a Pedrito Rico, a Little Richard, a Eric Clapton, a Leo Brouwer, a Sindo Garay, a Elvis Presley, a Jimmy Hendrix, pero no nos confundamos: a este manzanillero le hubiera encantado correr descalzo por todas las calles de Liverpool una tarde plomiza, hasta caer rendido, como el título de una novela de Osvaldo Soriano, a los pies rendido, esta vez, ante el cuarteto deslumbrante. Sacha, en la conversación con Graziella que introduce su versión del cuento “Mi prima Amanda”, original de su amigo Mejides, lo dijo alto y claro: “Mi vocación de músico no ha sido satisfecha”. Y no fuera honesta si no digo públicamente lo que ya le he dicho al Sacha escritor: “Chico, qué manera de ser falocéntrica tu literatura. Las mujeres de tus cuentos son casi siempre gatas al acecho, o putas inmisericordes, o aburridas castrantes, o engañosas conquistadoras”. Pero, revisando con detalle las páginas que gracias a los dioses nos regala, su exaltación machista no es tan así. Te salvaste, amigo querido, escapaste de la furia femenina de estos tiempos modernos con la frase: “Estudiaban […] en Las Salesianas, y aprendían mucho de historia sagrada, bordado, y de cuanto existe para hacer más esclava a la mujer”. Menos mal. 

No pretendo ser original si digo que, por norma, las relaciones amistosas tienen el secreto de hacer girar la balanza siempre a favor de las ventajas por sobre los inconvenientes. Cuando me detengo a pensar en Sacha amigo, por más que busco las desventajas, no encuentro ninguna. No es impuntual; no es grosero; no tiene falsa vanidad; es simpatiquísimo; sabe escuchar; tiende la mano a cuanta criatura se la pide; todo lo que se le brinda de beber, de comer y de leer, le parece muy bien de modo que, francamente, es su amistad algo lleno de tanto amor que asusta, que no parece de este mundo, aun cuando aproveche la más mínima oportunidad para ponerse a cantar The fool on the hill. Hablando de este mundo, recuerdo que un día lo llamé cerca de las nueve de la noche a su casa (en ese momento él vivía con Roger, o sea, en casa de ese amigo suyo entrañable), para pedirle que me explicara brevemente la diferencia entre el realismo mágico y lo real maravilloso. Al filo del amanecer, luego de explayarse acerca de las obras de García Márquez, de Cortázar y de Alejo, le recordé que ambos debíamos irnos a trabajar y le pregunté si faltaba mucho. Fue tan increíble su generosa explicación, que sería imposible reproducirla. Más o menos eso mismo sucedió cuando meses más tarde, a la salida de la Uneac, nos sentamos a conversar acerca de nuestros desamores de entonces, y me contó de un dolor punzante que había sentido en el centro del pecho. Mientras Sacha me hablaba de Planck, el físico pionero de la medición cuántica a través de los fotones, yo no veía oportunidad de pedirle que se dejara examinar por un cardiólogo. Entre fascinada y temerosa, le escuché todo el proyecto de convertir la angustia de aquel dolor en una narración sobre sus amores, sus pérdidas, sus anhelos, sus dudas existenciales. Hube de apartar mi condición de médica para lograr a plenitud el disfrute de lo que mi amigo me contaba, aun como plan futuro. Obviamente, no hizo caso de su opresión precordial, y el resultado es el extraordinario cuento “El límite de Planck”, con el cual cierra Variaciones al arte de la fuga.

“(…) recuerdo que un día lo llamé cerca de las nueve de la noche a su casa (…), para pedirle que me explicara brevemente la diferencia entre el realismo mágico y lo real maravilloso. Al filo del amanecer, luego de explayarse acerca de las obras de García Márquez, de Cortázar y de Alejo, le recordé que ambos debíamos irnos a trabajar y le pregunté si faltaba mucho”.

Una vez le atendí una neumonía que sufrió cerca de un fin de año. Recuerdo el mes, porque Sacha estaba tirado en una cama pensando que había llegado el acabose de sus días (eso sí: se pone dramático cuando se siente mal), y estaba, además, angustiado porque no sabía dónde guardar un pedazo de puerco que le habían regalado en esa fecha. O sea, que además de los antibióticos correspondientes a una neumonía, hube de buscar soluciones para su requerimiento inmediato: refrigerar carne de cerdo. Tal vez porque tenía fiebre, o porque yo le recriminé su falta de previsión ante semejante regalo, Sacha se excusó con una frase que todavía hoy me estremece: “No me comprendes porque naciste aquí, pero créeme, La Habana es muy hostil para los que no somos habaneros”.   

Hemos coincidido en Guadalajara, en Matanzas, en Sinaloa, en Manzanillo; en Santa Clara; en aviones, en guaguas, a pie; en hoteles, en pasillos, en plena calle; en reuniones, en congresos; en casas propias y ajenas, y siempre es el mismo cantante británico que a ratos se desliza hacia las victrolas de bares y cantinas para chillarnos Tú me recuerdas mucho, mucho luego de volver a explicarnos cómo se hizo el álbum blanco. No soy capaz de decir todo lo que he aprendido y aprendo de Sacha: las palabras no me resultan suficientes. Además de su cultura musical, de todo lo que sabe de dramaturgia, de guiones cinematográficos, y por supuesto, de literatura de primer orden, y de su fabuloso talento de maestro que no escatima jamás tiempo para regalar a los demás, Sacha posee el raro don de la autenticidad. Es parecido a un día de Alí Khan, pero sin la plata del príncipe de su excelente cuento. Su carácter leal se manifiesta de todas las formas posibles, ya sea a través de su obra narrativa, ensayística, como en sus labores de antologador, pero sobre todo en medio de la corrosiva cotidianidad. Aun sorteando vendavales amenazantes, como ha sucedido en repetidas ocasiones, mantiene la misma postura ética de cuando el tiempo está en calma. Confieso que muchas veces he acudido a él como se llama a un cura cuando reina demasiada confusión. Si no entiendo qué está pasando, sé que Sacha está ahí, dispuesto a escucharme, a brindarme su hombro, su labia, su inmensa sapiencia. Sus respuestas varían desde “¿No recuerdas qué dijo Martí en la carta tal a fulano de tal en el año más cual…? Aplícalo ahora, querida, refréscate la mente leyendo al Maestro”, hasta “No me jodas, chica, eso no puede ser verdad, mañana paso por tu casa y hablamos”. De una forma u otra, Sacha está siempre ahí, y quieran los dioses que lo conservemos por siempre tan dador y talentoso. Teniendo en cuenta que en algún momento debo concluir, resumo en una oración cuán importante es esta persona: si no existiera Sacha tal cual es, no cabría otra posibilidad que inventarlo. La vida “asachadiana” sería terriblemente opaca, y si alguien no me cree, le sugeriría recordar el lema de su mandato al frente de los escritores cubanos, conocido como el “sachadato”: con este hombre se trabaja mucho, pero se disfruta más.

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